Si te vas me muero. Si te quedás, no es suficiente. Si estamos juntos, no hay paz que llegue. Si nos separamos, la vida es muy triste. ¿Existe alguna manera razonable, no sufriente, de transformar positivamente estas relaciones dolorosas que se muerden la cola, o por lo menos de salir de ellas sin reincidir? ¿Por qué insistimos con estos vínculos a pesar de que están signados por la angustia y, muchas veces, por el maltrato?

Dicen los psicólogos que en todas –pero todas– las relaciones afectivas hay apego y algún grado de dependencia. Pero, a veces, esta comunión que se da entre dos personas se torna enferma, dejando sin fuerza y espacio a otros pilares como el respeto, el amor y la confianza.



Cualquiera que lea esta nota sabrá, aunque sea de oído, de qué se trata. Son relaciones incómodas que generan malestar permanente y tienen un gran componente adictivo; en las que el vínculo con el otro funciona a la manera de una sustancia: hace mal, pero no se puede vivir sin él. “Esto ocurre porque para evadirse de un dolor emocional insoportable, la persona recurre a una relación que anestesie ese dolor. Ahora bien: para tapar ese vacío utiliza una relación difícil que la lleva a obsesionarse y sobreinvolucrarse con el otro, aun poniendo en juego su propio equilibrio emocional”, describe la psicóloga Patricia Faur, especializada en dependencias afectivas y autora del libro No soy nada sin tu amor (Ediciones B), donde desmenuza esta problemática y aporta datos valiosos para mover fichas vitales y salir adelante.

“Las razones por las cuales algunas personas permanecen en relaciones altamente conflictivas hunden sus raíces en las maneras en que fueron amadas en sus primeros años de vida”, reconoce Faur.



En su libro, abunda ese tipo de preguntas existenciales que todos repetimos, pero pocos saben contestar: ¿A los dependientes afectivos les gusta sufrir? ¿No se quieren a sí mismos? ¿Son medio tontos? ¿Se sienten redentores de la Humanidad? ¿Por qué priorizan siempre, pero siempre a los demás?

Padre de mi padre

Según la experta, el codependiente es una persona que establece estos vínculos disfuncionales en la vida adulta porque –entre otros factores que lo predisponen– ha crecido en hogares donde el padre, la madre (o quien haya ocupado el rol de cuidador) no pudo satisfacer las necesidades emocionales del niño. Adultos que no le brindaron la confianza necesaria para que desarrollara su autonomía. Que no pudieron sostener, proteger y cuidar.

¿Quiénes son esos padres que “no pudieron”? Padres infantiles, narcisistas, depresivos, sobreprotectores o miedosos, adictos… La lista es larga, pero básicamente padres que no pudieron asumir cabalmente la función parental.

“Frente a este escenario, el niño se transforma en un pequeño que ocupa el rol del adulto: es padre de sus padres. Se tiene que ocupar del estado emocional de alguno de ellos y tratar de mantener el clima de unión y paz en el caos familiar”, explica Faur.

Al llegar a adulto, ese chico que creció con tan poca confianza en sí mismo, tal vez tenga un buen concepto de sí (“soy bueno, inteligente, trabajador, responsable, atractivo”), pero sintiéndose poco merecedor del amor de los demás. No es suficiente el aplauso externo ni el espejo para construir la autoestima. La sensación de fondo es que hay que “hacer” mucho para ser amado. Esta creencia lo lleva a buscar parejas y amigos necesitados –otra vez como sus padres–, infantiles, adictos, narcisistas, irresponsables, porque con ellos se siente útil y necesario. “Hace lo que siempre hizo: hacerse cargo de los demás. Pero ahora no para sobrevivir, sino para tapar su propio dolor por haber sido un niño-adulto; y ahora se transforma en una adulto-niño”, señala Faur.

Hasta aquí llegamos

La psicoanalista Inés Olivero, presidenta de la Fundación para la Asistencia de Personas Adictas a Personas (Fundapap) hace foco en otra cuestión central: hacerse cargo del problema, para iniciar el valioso camino de la recuperación.

“El límite lo pone el cuerpo. La angustia, el displacer y el sufrimiento emocional muestran con claridad el borde de lo tolerable, aunque también es cierto que las personas que padecen esta manera de vincularse desoyen estas señales, extendiendo los límites de lo tolerable –advierte Olivero–. Como consecuencia, la codependencia puede llevar a la enfermedad física, a la depresión y la autodestrucción”.

Los codependientes, dice, tienden a naturalizar la humillación, el desamor y el maltrato porque idealizan al otro y se desvalorizan a sí mismos. Si algo funciona mal, sienten que deben esmerarse más. Creen que el desamor que reciben es “consecuencia” de sus reclamos.

La psicoanalista aclara que estas personas “se dan cuenta de lo que les sucede, pero no saben qué hacer con ello porque no conocen otra forma de relacionarse que la que surge del modelo sometedor-sometido, y la repiten a pesar del sufrimiento que les genera”.

Lecciones de buen amor

Su colega en Fundapap, la psiquiatría Mónica Pucheu, echa luz sobre los buenos vínculos: “Las relaciones de buen amor no enferman ni atan, ni provocan sensación de indignidad ni hacen que alguien se sienta un mendigo del amor. El buen amor puede pasar por crisis, desacuerdos y discusiones entre pares que se quieren y se respetan, pero que saben que el amor no es incondicional y que el otro podrá vivir sin ellos”.

El primer paso, entonces, es enterarse de que algo pasa; que algo dentro de uno lleva a establecer vínculos desparejos y sufrientes. Tomar conciencia de que se trata de una enfermedad vincular y que es necesario atenderla.

“Por eso decimos que este problema se detecta por autodiagnóstico: si la persona toma conciencia de que existe la enfermedad y el tratamiento, la rehabilitación es posible –indica Pucheu, de Fundapap–. Si se trabaja arduamente en el proceso de recuperación, puede tener relaciones distintas, gratificantes, por haber aprendido muchos recursos para hacer de su vida algo distinto.”

Fuente: Rumbos.