España, delante de una tienda de lujo. Una colección de turistas chinos desciende de un autobús para entrar apresuradamente en el comercio. Rápidamente toman las principales estanterías de la boutique, mientras añaden a su ritual de compra un elemento que para el resto de los mortales suele pasar desapercibido. Antes de decidirse por una prenda u otra, revisan detalladamente sus etiquetas para conocer su procedencia. “Están comprobando que no son fabricadas en China. No se fían ni siquiera de sus propios productos”, nos explica con cierta sorna la vendedora.



No tomen la parte por el todo, pues se trata tan sólo de una anécdota. Pero ésta evidencia que, efectivamente, ni siquiera los propios chinos confían en los productos manufacturados en la fábrica del mundo. Ejemplos de la dudosa calidad del Made in China son frecuentes dentro y fuera de las fronteras del gigante asiático.

Desde la trágica producción de leche en polvo para bebés contaminada con melamina, que provocó la muerte de seis pequeños y secuelas en otros 300.000, hasta la prohibición para comercializar coches chinos en la Unión Europea por no superar los controles de seguridad y emisiones. Desde los juguetes chinos para la Navidad occidental bañados en pinturas tóxicas, hasta las deficientes infraestructuras que levantan las empresas del imperio del Centro en África.



Pekín parece decidido a atajar los desmanes, conscientes de que con cada escándalo que se hace público se desata una tormenta de descontento social. Es por ello que las autoridades chinas aprobaron en julio la creación de una estructura regulada con el fin de mejorar su cadena de producción de alimentos. Para lograr que su implementación a escala provincial, donde menos rigurosos son los controles, Pekín vinculará la seguridad alimentaria con la evaluación de los gobernantes locales. Seguridad óptima, promoción; seguridad deficiente, destitución.

En paralelo a esta iniciativa, el gigante asiático lleva años tratando mejorar su imagen internacional, a sabiendas de que la primera potencia exportadora del planeta debe producir productos fiables si su pretensión es convertirse en una potencia económica de referencia. La vertiente cosmética de este salto adelante incluye lanzar campañas publicitarias en Estados Unidos, donde la percepción que allí se tiene de la etiqueta “Made in China” o “Made in PRC” (República Popular China, en sus siglas en inglés) es realmente pobre.

Sin embargo, el verdadero giro estratégico en China viene de la mano de la tecnología, la pieza que –según los líderes asiáticos– les falta para completar el puzzle de su desarrollo. Ello les permitiría no sólo competir con el primer mundo en todos los frentes; también permitiría a la hoy segunda economía del mundo transitar de un modelo económico basado en las inversiones estatales y la exportación, a otro basado en el consumo.

El libro de bitácora del rumbo económico chino lo marca el Quinquenio económico en vigor, que hace hincapié fundamentalmente en la necesidad estratégica de un impulso tecnológico. En él, los sectores considerados prioritarios por el Gobierno, y que cuentan ya con todo el viento de cola que brinda el decidido apoyo oficial, no deja lugar a la duda: biotecnología, aeronáutica, industria espacial, telecomunicaciones o tecnologías de la información, entre otros.

Los indiscutibles avances tecnológicos del país quedan perfectamente retratados con el éxito de sus misiones tripuladas al Espacio, además de en su decidido propósito de llegar a la Luna antes de 2020. En poco más de tres décadas China ha pasado de ser una sociedad campesina y empobrecida a convertirse en el tercer país del mundo en enviar un hombre al Espacio.

En el frente corporativo, por su parte, el esfuerzo llevado a cabo por sus empresas para elevar la calidad de sus bienes es considerable. En este sentido, la crisis económica que tan duramente castiga al mundo occidental sirve de oportunidad histórica para que las empresas chinas –públicas y privadas– accedan a una tecnología que antes tenían prácticamente vetada. La oleada de adquisiciones de marcas alemanas, italianas o suecas con un alto perfil tecnológico, no es casualidad.

Segun lo pubblicado en el diario mdzol.com, en el sector del automóvil, por ejemplo, distintas compañías chinas de automoción han adquirido en los últimos años empresas como Volvo, Saab o parte de MG/Rover, sin otro objetivo que vincularse a una marca de reconocido prestigio internacional y obtener así la tecnología que permita a sus marcas convertirse en jugadores globales a medio plazo. Mientras, se foguean en África, donde vendieron en 2009 más de 100.000 vehículos, antes de asaltar los mercados occidentales.

Otras marcas chinas como Lenovo, Haier o BYD, puntera en las baterías que deberían suponer el despegue de los vehículos eléctricos, se han abierto hueco en los mercados mundiales y representan sin duda un punto de inflexión a décadas de productos chinos baratos y peor calidad. Esta ambiciosa estrategia quizá marque un nuevo hito en 2014, fecha prevista por el país para comercializar los primeros Comac C919, los aviones comerciales de corto alcance con los que aspiran a romper el casi duopolio que disfrutan la europea Airbus y la estadounidense Boeing en el sector de la aviación comercial. Y esa supuesta competencia futura incluirá también, desde luego, las aeronaves transatlánticas.

Con todo, quizá la corporación que mejor simboliza la pegada comercial china sea Huawei, segunda empresa de telecomunicaciones del planeta. Fundada de la nada en 1988 por un ex militar chino, Huawei vende sus equipos de telecomunicaciones en más de 140 países, emplea a 140.000 personas y facturó en 2011 casi 32.000 millones de dólares (unos 25.500 millones de euros). Su mantra para esta conquista de mercados tan dispares –desde África a Europa, de América Latina a la India– es simple: apuesta por I+D, innovación y vanguardia tecnológica. En 2011 invirtió un 34% más en I+D que el año precedente, y para 2012 tiene previsto gastar hasta 4.500 millones de dólares, un 20% más que el año precedente.

Muchos analistas prevén, por tanto, que China está siguiendo el mismo camino que Japón en los 60 y 70, cuando pasó de ser una economía que basaba su manufactura en productos baratos y copiados de terceros, a convertir el Made in Japan en una referencia mundial de la calidad y la tecnología punta. ¿Significa, por tanto, que China dejará de producir barato y malo a medida que su producción vaya escalando por la cadena de valor añadido?

Sin duda, el gigante asiático ha logrado atraer a gran parte de la producción global gracias a un conjunto de fortalezas que la hacen imbatible. Quiere esto decir que la fábrica del mundo ha logrado conjugar una inagotable cantera de mano de obra cada vez mejor formada, con una capacidad comercial e integración logística inigualables, lo que desemboca en una velocidad de producción y, por tanto, en un reducción de costes que la hacen única e imbatible. Su cluster productivo se ha convertido en una tela de araña que impide que, incluso empresas como Apple, puedan trasladar de nuevo su producción a Estados Unidos u otro país del mundo sin tener que disparar el precio de venta al público de sus productos finales.

China mantiene intacta, por tanto, su capacidad de seguir siendo una potencia exportadora en sectores cuya producción requiere mano de obra intensiva. Ello es así pese a que los costes laborales siguen escalando en las zonas productivas del este del país, a la vez que los emigrantes han visto incrementar sus ganancias mensuales un 14,9% en la primera mitad de 2012. Aunque RPC verá desmantelada una parte de su base productiva en favor de países como Vietnam, Bangladesh o Camboya, no perderá su estatus como fabrica del mundo.

Y es que, desde luego, no puede olvidarse la importancia que tiene la industria manufacturera de bajo valor en términos de creación de empleo, el gran fantasma que obsesiona a los líderes chinos. Es por ello que lugares como Horgos, en la provincia noroccidental de Xinjiang y fronteriza con Kazajistán, ha sido catalogada como Zona Económica Especial para convertirla en una gran base manufacturera que nutra de productos baratos, desde textiles a electrodomésticos, a toda Asia Central, cuya dependencia de los productos chinos es total.

En resumen, de los retos a los que se enfrenta el Made in China, se intuye en el futuro una China aún más poderosa, capaz de desplegar sus tentáculos por todos los niveles del sector productivo. Poco más de una década después de la adhesión de China a la OMC, su pegada en sectores como el textil, el calzado, los juguetes o el mueble ha quedado suficientemente contrastada. Ahora, lo que se avecina es una potencia manufacturera –desarrollada durante tres décadas– a la que además podrá incorporar un elemento tecnológico. China acelera, por tanto, para convertirse en la potencia mundial del siglo XXI.