La vida diaria es una bandeja de amor y dolor, de bien y mal, de rosas y espinas que cada quien cultiva conforme a valores transmitidos por quienes nos procrean. Llega en un instante y de igual modo se va.
El valor de la vida es tal que se afirma que no tiene precio y, para despejar dudas en los creyentes, en San Marcos 10: 25 se lee que Jesús dijo a sus discípulos: “Más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios.”
No obstante, con cierta frecuencia la vida se pierde de un tirón por errores, por falta de seguimiento de la persona a quien se le confía la solución de un problema de salud. Cuando esto ocurre duele y perdura para toda la vida en el recuerdo de familiares y amigos.
Y surge la pregunta: ¿Cómo se siente una persona a quien un paciente le confía su salud y lo deja morir por falta de seguimiento? Debe sentirse muy mal y llevar ese peso eternamente en su conciencia.
Algunos pensarían que se debe sancionar, pero no hay sanción que devuelva una vida. Otros dirían que se le debe suspender el exequátur o licencia para que no ejerza ese oficio de curar y no vuelva a cometer el error. Aún así no reviviría esa vida.
El tormento es tan grande –se supone- que ninguna medida resarciría esa aflicción ni en dolientes ni en quien presta atención. Pero, definitivamente, algún correctivo debe aplicarse.
¿Qué tan abundantes son los errores médicos en nuestro país? Conocer esas estadísticas, causas y consecuencias puede ayudar a que cada vez se produzcan menos faltas y que los actuantes sean más precavidos. De igual modo, cada error o negligencia debe ser denunciado por el doliente.
La mayoría de nuestros médicos son excelentes y actúan con responsabilidad, pero no hay que olvidar que en la viña del señor hay de todo. Si las autopsias hablan, debe continuarse con la regularidad de dar a conocer públicamente los errores cometidos y a quienes cometen. ¿Por qué? Muy sencillo, porque se trata de una vida humana. Piense que se trate de su vida o la de su hijo.
Los errores que matan son dolorosos y aunque se sepulten rebrotan en cualquier momento. Medir y reconocer las consecuencias de un episodio que se debe llevar a cabo con responsabilidad debe ser afrontado por cada quien en su esfera de desempeño.
Al momento de servir a alguien se debe hacer como si se tratara del propio hijo, madre o el padre. Hay que ver a los demás en su propio espejo. Nadie haría un daño de manera expresa, pero la falta de seguimiento es negligencia y no debe quedar impune cuando se trata del manejo de la salud de un ser humano.
Por Cándida Figuereo