Una de las catadoras oficiales de la comida de Adolf Hitler, Margot Wölk, ha aprendido con el tiempo a disfrutar de nuevo de la comida y sólo ahora, a sus 95 años, se atreve a recordar públicamente el miedo constante que sintió durante dos años y medio al pensar que cualquier bocado podía ser el último.
La mujer, que vive en el oeste de Berlín, en el apartamento donde nació, fue reclutada a los 24 años por las SS nada más instalarse en casa de su suegra, en la idílica localidad de Gross-Partsch, en Prusia Oriental (hoy Polonia), según publica hoy la edición digital del semanario «Der Spiegel».
«El alcalde del pueblecito era un viejo nazi. Nada más llegar allí, ya tenía a las SS delante de la puerta anunciándome: ‘¡Tú vienes con nosotros!'», recuerda Wölk.
La joven secretaria había huido del apartamento de su familia, destrozado por las bombas, para aterrizar, desafortunadamente, a sólo dos kilómetros y medio de la localidad donde el «Führer» había instalado su cuartel general, la Wolfsschanze (guarida del lobo).
«Nunca había carne, porque Hitler era vegetariano. La comida era buena, incluso muy buena, pero no la podíamos disfrutar», pues existían rumores de que los aliados pretendían envenenar al dictador nazi, explica la anciana.
Cada día, a las ocho de la mañana, la mujer era recogida por los esbirros del «Führer» de casa de su suegra y trasladada junto a otras jóvenes a una construcción de barracas en la que varios cocineros, repartidos en dos plantas, preparaban la comida para el cuartel general.
El personal de servicio traía bandejas y fuentes con verdura, salsas, pasta y frutas exóticas que debían ser catadas por las muchachas y Wölk se veía obligada cada día a poner su vida en juego por un hombre al que detestaba profundamente.
No obstante, la mujer jamás pensó en huir, pues no tenía a dónde: el apartamento familiar en Berlín había quedado dañado por las bombas aliadas, su marido Karl estaba en el frente y desde hacía dos años no tenía noticias de él, por lo que le daba por muerto.
Al menos en Gross-Partsch tenía a su suegra y una cama en la que dormir.
Con el atentado del 20 de julio de 1944, en el que el «Führer» apenas se hizo «un par de morados», lamenta Wölk, los nazis extremaron las medidas de seguridad en torno al cuartel general y las catadoras fueron obligadas a abandonar sus casas e instalarse en una escuela vacía en las proximidades de la Wolfsschanze.
«Nos tenían encerradas como animales y nos vigilaban», explica la mujer, que además fue violada por un «viejo cerdo» oficial de las SS, según relata con la voz cargada de desprecio.
Cuando el Ejército Rojo se encontraba a pocos kilómetros del cuartel general de Hitler, un teniente la sentó en un tren rumbo a Berlín y le salvó la vida, pues más tarde Wölk se enteró de que sus 14 compañeras catadoras fueron fusiladas por los soviéticos.
Logró salvar la vida una segunda vez, cuando el médico que la acogió en Berlín negó a las SS, que la fugitiva que buscaban se encontrara en su consulta.
No obstante, al regresar a su apartamento de Berlín, cayó en manos del Ejército Rojo y fue brutalmente violada durante dos semanas, hasta el punto de que las graves lesiones le impidieron tener hijos más tarde, explica con dolor.
«Estaba tan desesperada. Ya no quería vivir», susurra la anciana, quien recuperó la esperanza y las ganas de vivir cuando en 1946 se reencontró con su marido Karl, con quien compartió a partir de entonces 34 bonitos años.
Destaca EFE que Wölk sonríe cuando recuerda a su marido: no es una mujer amargada, al contrario, se ha puesto guapa y se ha maquillado para la entrevista.
Durante años no quiso hablar sobre lo ocurrido en Gross-Partsch, aunque nunca dejó de tener pesadillas.
Sólo el pasado invierno, cuando recibió la visita de un periodista local con motivo de su 95 cumpleaños, decidió romper su silencio y hablar públicamente sobre los peores años de su vida.
«Únicamente quería decir lo que ocurrió, que Hitler era un tipo asqueroso. Y un cerdo», concluye.