Por Marien Aristy Capitán (Crucesdepapel)
El descansa allá, al fondo, y no se entera de nada. Aunque su partida es dolorosa, es un alivio saber que no sabe lo que está sucediendo: ver las sonoras tertulias que se gestan grupo a grupo, a la gente buscando demostrar que les unía un gran afecto (haciendo extrañas anécdotas que no se pueden comprobar) y, sobre todo, sentir esa poca empatía hacia sus deudos, quienes reciben rápidos abrazos, cálidos mensajes y mucho pero mucho olvido: el dolor por la partida de quien se ha ido dura segundos porque, al cruzar la puerta y encontrar algún camarada, las risas serán sonadas… demasiado sonadas.
Esas risas, por momentos, llegarán al interior de la capilla y serán como dardos para quien intenta sortear el dolor. Pese a ello, aunque es evidente que la desconsideración duele más que la soledad, serán muchos los que lo olvidarán y harán del ambiente algo insoportable.
No sé qué nos ha pasado. Antes ir a una funeraria era sinónimo de recogimiento y respeto. Si algo nos molestaba allí era la impotencia de ver a alguien sufrir sin poder hacer nada, el no saber qué decirle, cómo confortarle, cómo estar, dónde colocarte… era esa sensación terrible de sentir cómo el alma se encogía y debías aguantar, estoicamente, porque era lo que correspondía.
Hoy es distinto. Ir a una funeraria es como irse de coctel (bebiendo café, claro, que tampoco hemos llegado tan lejos): demasiada gente buscando protagonizar la velada: ser el más visto, el que más salude, el que más hable, el que mejores anécdotas haga y, porque hay de todo, tampoco falta el de los mejores chistes.
Puede que la gente olvide que lo que sucede en la antesala se escucha dentro, sobre todo si mantienen las puertas abiertas de par en par, como un símbolo constante de que la educación se ha perdido. Al escuchar el ruido, uno se pregunta: ¿cómo alguien puede reír en un espacio que está lleno de dolor? ¿Cómo, sabiendo que hay tanta gente que sufre, somos tan desconsiderados que no guardamos el recogimiento necesario?
Es difícil entender que haya quienes no reparen en que ese jolgorio sólo empeora el ya difícil momento de los que están intentando no descalabrarse en ese instante: si al dolor le sumas la indignación por el irrespeto que otros sienten hacia lo que estás viviendo, la mezcla es cualquier cosa menos bonita.
La verdad es que a mí nunca me han gustado los funerales. En realidad, los detesto. Ahora, sin embargo, esa «alergia» se ha ido haciendo cada vez mayor: me molesta demasiado ver que la funeraria se ha convertido en un lugar para socializar, hacerse el gracioso, ir de famoso y hasta «afianzar liderazgos». Es duro, demasiado duro, ver que involucionamos. ¿Será que hemos perdido la sensibilidad? Puede que sí, que sean las cosas de la «modernidad»…