Wellington Quieu y José Antonio Beato, dos ciudadanos simples, humildes, comunes, lograron de manera repentina un avasallador posicionamiento en las redes sociales a partir de acciones espontáneas, propias de una cotidianidad que no implica creación, transformación o genialidad.
Se convirtieron en tendencias y en motivos virales impulsados por Whatsaap, ese boca a boca terrible de los nuevos tiempos con una infinita capacidad de omnipresencia, sobre todo cuando el mensaje está adobado por el morbo, el ridículo y el “bullying”.
Wellington y Beato –dos héroes de corto plazo con minutos de fama limitados- se repetirán muchas veces entre nosotros cambiando de facetas y de nombres, pero siempre anclados en esa emotividad tropical y desenfadada, que hace a los dominicanos seres únicos sobre el planeta apelando al humor para vacunarse contra el dolor y la tragedia.
Armar un corito sano junto al primo Lucas, rendir culto a un manguito maracatón y filmar con impavidez la entrada a tierra de un mar proceloso en medio de un ciclón, aquí puede despertar más interés que el discurso de un político o el bla, bla, bla de un funcionario clientelar y exhibicionista.
Seguir a Beato y a Wellington, entrevistarlos en programas de ‘rating’ y hasta llevarlos a un supermercado a autografiar mangos, es una forma subconsciente de protestar por parte de una sociedad incrédula, llena de dudas y cuestionamientos sobre sus líderes.
Una sociedad que pierde sus referentes éticos movidos por el compromiso con el interés colectivo para dar paso a especímenes que desde los poderes fácticos han degradado el contrato social, robándonos el orgullo de ser dominicanos y la voluntad de querer morir en esta media isla.
En el país han ido desapareciendo las figuras icónicas en todas las esferas (el empresariado, los partidos, organizaciones cívicas, medios de comunicación, periodismo, cultura, música, literatura, etc.) y en su lugar recibimos reemplazos involucionados, envilecidos, “carabelitas,” destructores de valores y apóstoles de la corrupción. Ante ellos proclamo: ¡Qué vivan Wellington Quieu y Beato!
Por Víctor Bautista