Aurelia Brouwers recibió una llamada el 31 de diciembre de 2017. Al otro lado de la línea estaba un trabajador de la federación holandesa de médicos KNMG. “Era un domingo, pero no les importó. Me comunicaron que habían aprobado definitivamente mi solicitud de suicidio asistido y me preguntaron si quería programarlo ya. Les dije que sí y me lo pusieron para el 26 de enero. Fue la mejor noticia que he escuchado en los últimos años. Por fin me voy a morir”, dice a El Confidencial con una gran sonrisa.
Esta joven de 29 años vive en Deventer, al este de Holanda, y está diagnosticada con un trastorno límite de la personalidad, un trastorno de estrés postraumático crónico y diversas adicciones. Sus pesadillas se repiten durante las pocas horas que duerme, pero es peor cuando se despierta. “¿Cómo me siento al levantarme de la cama? Puedo explicarlo de muchas maneras”, dice antes de hacer una larga pausa.
[Aurelia murió a las 14:35 de este viernes. Un mensaje de un amigo que administra su cuenta de Facebook ha publicado el siguiente texto: «Queridos amigos, hoy, 26 de enero de 2018, a las 14:35, Aurelia, rodeada de amigos, se ha dormido pacíficamente. Ella es finalmente libre.»
“Es como si tuviera pequeñas agujas en la cabeza y un martillo las golpeara cada segundo. Se trata de una lucha continua que se libra dentro de mí”, explica llevándose las manos a la frente. En ese momento, las heridas que ella misma se ha provocado en los brazos se hacen aún más visibles ante su interlocutor. Aurelia continúa: “No estoy peleando contra unas células cancerígenas, sino contra unos demonios que, de alguna manera, ha creado mi mente. Pero no puedo ganarles porque, si lo hago, también soy yo quien sale derrotada. Es una batalla diaria que llevo perdiendo años, algo que va más allá de mis enfermedades mentales
Sus primeras depresiones llegaron con 12 años y su primer gran bache, tres años después con la repentina muerte de una amiga. “Colapsé. La escuela les dijo a mis padres que necesitaba ayuda de una institución mental y empecé terapia con un psiquiatra”. Fue entonces cuando empezó a medicarse, en aquel momento sólo con antidepresivos. “Al principio pensaban que estaba de luto, que mejoraría después de cinco o seis conversaciones, pero no funcionó. En ese momento aún no se habían dado cuenta de la gravedad de mis problemas”.
Empezó a autolesionarse en la adolescencia y ha seguido haciéndolo hasta ahora. La joven se justifica con un tono que denota, sin verbalizarlo, el cansancio de haber escuchado la misma pregunta decenas de veces. “Es una manera de liberar mis emociones, pero cuando empecé no podía cubrir todas las heridas. Mis profesores se dieron cuenta en la clase de gimnasia y se lo contaron a mis padres. Se hizo evidente que no sólo estaba de luto, se trataba de algo más serio”.
Aurelia siguió diferentes terapias durante años y probó todo tipo de pastillas, incluso unas que estaban en fase de experimentación. “¿Qué más daba? No había nada que perder”, apunta. La carrera cuesta abajo y sin frenos se hizo más pronunciada en su primer intento serio de suicidio, cuando con 21 años estuvo a punto de tirarse por una ventana. Su novio de aquel momento llegó a tiempo para evitarlo. “Me había convertido en un serio peligro para mí misma”, reconoce. Su ingreso en una clínica mental fue justo después, en un principio para sólo seis meses.
“Esa experiencia me hizo más daño que otra cosa”, explica. Siguió más terapias y otros medicamentos, pero en el horizonte nunca oteó visos de mejora. Después de dos años y medio, en el transcurso de una discusión, amenazó a una enfermera con un objeto punzante. La seguridad del centro tuvo que inmovilizarla y el incidente le costó la expulsión del centro.
“En realidad estaba muy contenta de salir de allí y orgullosa de poder tener mi propio apartamento”, indica. Lo que en un principio pareció un paso adelante terminó siendo un espejismo primero, y un agujero negro después. “La ambulancia tenía que venir a mi casa unas tres veces al mes por mis intentos de suicidio”, reconoce. Pero no sólo eso. “Los vecinos llamaban cada dos por tres a la Policía porque estaba muy frustrada e iba dando gritos por la calle. Después empecé a hacer lo mismo, pero con un cuchillo en la mano. Los agentes ya me conocían, era evidente que no les gustaba”.
La situación se volvió insostenible un día en el que Aurelia discutió con un amigo a través de Facebook. “Me sentía muy frustrada, necesitaba hacer algo con mi dolor y mi mente entró en un estado de locura. Fui al sótano de mi casa y le prendí fuego. Lo pienso ahora y… Fue la cosa más estúpida que he hecho en toda mi vida porque puse en peligro a mucha gente”.
El caso llegó a juicio y la joven fue sentenciada a dos años y medio de privación de libertad. Sus abogados pidieron que cumpliera la condena en una clínica mental, propuesta que contaba con el visto bueno de sus psiquiatras, pero los jueces la rechazaron. Aurelia, con apenas 25 años, terminó con sus huesos en la cárcel.
“Fue la experiencia más terrible de mi vida”, apunta. La pusieron en una sección destinada a reclusos con problemas mentales y allí hizo algunos amigos, pero lo demás fue un infierno. “Me volví más suicida, no podía aguantar la autoridad de los guardias, me pasaba el día gritándoles que me quería morir. Mi trastorno límite de la personalidad se me fue de las manos y me volví agresiva. Creo que mis enfermedades se intensificaron en la cárcel”, explica con calma.
Sus actitudes violentas y comportamientos suicidas, según relata la propia Aurelia, llevaron a las autoridades de la prisión a encerrarla varias veces en una celda de aislamiento. “Es algo horrible. Normalmente puedes disfrutar de libros o de una televisión y tienes cosas que hacer, pero en esas mazmorras no hay nada. Absolutamente nada. Estás sola, encerrada contigo misma”.
Recuperó la libertad en diciembre de 2016 y en el primer reencuentro con su psiquiatra le dijo abiertamente que, si no encontraba una solución para curarla, estaba dispuesta a solicitar la eutanasia. El facultativo le sugirió entonces la clínica De Hoop (“La Esperanza” en holandés), un centro cristiano de atención psicosocial situado en Dordrecht. “Sí. Soy creyente, por eso me lo recomendaron”, responde. De hecho, Aurelia ha militado en el partido democristiano CDA, que se opone a la eutanasia. Reconoce lo contradictorio de su elección política, pero la justifica por sus firmes creencias religiosas. “Si Dios es amor, él me dejará ir”, asegura.
Aurelia se trasladó a Dordrecht para una primera entrevista en el centro de atención psicosocial que duró dos horas. “Me enviaron una carta semanas después para rechazarme. Decían que mis problemas eran demasiado difíciles y que no sabían cómo tratarlos”, relata. Quedó de nuevo con su psiquiatra y le volvió a plantear su deseo de morir. “Me preguntó si realmente quería hacerlo y le respondí que sí. Lo había deseado durante siete años, era algo que de verdad quería hacer”.
El aspecto más sensible de su solicitud es que sus dolencias no son terminales, pero la ley holandesa establece otros criterios. A saber: el paciente debe haberla reclamado en varias ocasiones, preferentemente por escrito y mientras aún es consciente de sus decisiones. Su sufrimiento debe ser insoportable y sus perspectivas de mejora, nulas. Si el facultativo considera que esos requisitos se cumplen, debe llamar a otro médico independiente para que haga una segunda evaluación. En caso de coincidir, se aprueba. Tras la aplicación, una Comisión Regional de Revisión de la Eutanasia revisa que todo el proceso se ha seguido correctamente.
Las eutanasias por trastornos psiquiátricas como la de Aurelia han aumentado considerablemente en Holanda. Si en 2012 se concedieron sólo 12, en 2016 la cifra escaló hasta 60, es decir, cinco al mes. No obstante, representan menos del 1% del total. La gran mayoría, un 68%, se debe al cáncer. Le siguen desórdenes del sistema nervioso (casi un 7%), enfermedades cardiovasculares (5%) y problemas pulmonares (3’5%), entre otros.
La joven considera que debe “acabarse con el tabú de la eutanasia para pacientes con enfermedades mentales” y reclama “más comprensión social” en casos como el suyo. Cuando decidió hacerlo público recibió atención mediática y el canal holandés RTL Nieuws la ha acompañado en sus últimos días para grabar un documental. Ayer pudo tachar de su lista de deseos, elaborada a principios de enero, su último gran sueño. Conocer al cantante Marco Borsato, una de las figuras más importantes de la música holandesa. “Mi gran héroe vino. ¡Qué hombre tan increíblemente dulce!” escribió en su muro de Facebook, subiendo cuatro fotos en la que ambos salen abrazados.
Aurelia preparó anoche una cena a la que invitó a varios amigos. Algunos de ellos se quedaron la noche entera con ella y estarán presentes en sus momentos finales. Una ausencia importante será la de su padre. “Para él está siendo muy duro. Mi madre falleció en agosto del año pasado de forma repentina y ahora va a perder a su única hija. Vendrá a mi incineración y quiere poner todas sus energías en ello, pero no estará cuando me vaya”.
Los médicos de la Clínica para el Final de la Vida, una fundación que se encarga de asistir a los pacientes durante la eutanasia, acudirán hoy a la casa de Aurelia. Serán ellos los que le pregunten por última vez si realmente quiere llegar hasta el final. De contestar afirmativamente, le darán una bebida mortal que ella misma tomará. Preguntada por la posibilidad que aún tiene de echarse atrás, responde de forma tajante. “De ninguna manera. Mi único miedo es no ser capaz de tragarme el líquido o vomitarlo, porque es muy amargo. De ocurrir, le pediré a los doctores que me pongan la inyección. Y todo, por fin, terminará”.
Hacia el final de la entrevista, la joven pide hacer una pequeña pausa y deja caer una reflexión. “¿Sabes? Los tratamientos y la medicación no funcionan para un pequeño porcentaje de enfermos mentales. Ese es el problema. Yo los intenté todos y sé de lo que hablo. Lo que digo es triste, pero es la pura verdad. No funcionaron conmigo. Y yo ya no puedo más”.
“Es como si tuviera pequeñas agujas en la cabeza y un martillo las golpeara cada segundo. Se trata de una lucha continua que se libra dentro de mí”, explica llevándose las manos a la frente. En ese momento, las heridas que ella misma se ha provocado en los brazos se hacen aún más visibles ante su interlocutor. Aurelia continúa: “No estoy peleando contra unas células cancerígenas, sino contra unos demonios que, de alguna manera, ha creado mi mente. Pero no puedo ganarles porque, si lo hago, también soy yo quien sale derrotada. Es una batalla diaria que llevo perdiendo años, algo que va más allá de mis enfermedades mentales.
De El Confidencial