A veces pensamos que somos lo suficientemente maduros, y dejamos de dar importancia a ciertas actitudes que no son de muy buen agrado. Estas siguen operando en nosotros y, si no se corrigen, pueden hacernos fracasar.
Las personas se ciegan y no quieren reconocer sus debilidades, negándose rotundamente. Muchas veces es por el orgullo, el cual no nos permite aceptar lo que vaya en contra de nuestro propio concepto, pues el orgulloso se piensa mejor que los demás y que todo lo que hace está bien.
Cuando decimos a un orgulloso que no está bien lo que hace, lo asume como una afrenta personal; cree que se lo dicen por envidia o por celos. En ningún momento baja la cabeza y reconoce lo que está operando en él. El orgulloso puede estar en necesidad y prefiere morirse antes de pedir ayuda. Su corazón está lleno de altivez; no conoce qué es la humildad. Por eso, aunque un orgulloso haga lo mejor, a Dios no le agrada.
Si hay orgullo, renunciemos, porque tarde o temprano Dios nos humillará y la vergüenza será peor. Adonde no quisimos ir nos llevará, tendremos que hacer lo que no quisimos; porque Él va a enseñarnos que el Cielo no se gana con orgullo sino con humildad.
Por la pastora Montserrat Bogaert/ Iglesia Monte de Dios