Aunque solemos asociar la Navidad con celebraciones felices, también es un tiempo apropiado para reflexionar con seriedad en cuanto a asuntos eternos. Cuando estamos ocupados con actividades vacacionales y rodeados de amigos, familia, comida y diversión, es fácil olvidarse de la naturaleza temporal de la vida terrenal. La preocupación por los planes y los sueños hace que la muerte parezca distante. Pero llegará un día en que nuestros cuerpos serán enterrados en la tumba y tendremos que estar delante de Dios.

El evento en Lucas 2.21-35 sucedió solo ocho días después del nacimiento del Señor Jesucristo. Mientras María experimentaba la alegría de ser una madre nueva y la maravilla de ser elegida para cuidar al Hijo de Dios, enfrentó el dolor que le esperaba en el futuro. Simeón profetizó que una espada atravesaría su alma (Lucas 2.35). Aunque ella no podía entenderlo en ese momento, esta era una profecía de la muerte de su precioso hijo.



La cruz pende como una sombra sobre el pesebre, porque este bebé estaba destinado a morir por los pecados de la humanidad; 33 años después soportó la ira de Dios en la cruz por nuestras transgresiones, para que pudiéramos ser perdonados. Su resurrección demostró que el Padre aceptó su sacrificio como pago por nuestros pecados. Ahora, porque Cristo vive, todos los que creen en Él vivirán para siempre en su presencia.

En medio de todas sus celebraciones, no pierda de vista su preparación para la eternidad. Reflexionar sobre su vida, muerte y futuro eterno hace que la Navidad sea más significativa, pues le ayuda a entender que Cristo vino a morir para que todos los que creen en Él puedan ir al cielo por la eternidad.