Vía Remolacha.net

Saludos saludables, de este lado de la pantalla Maricha Martínez Sosa para que me acompañes en el recuento del día que me “jondié” del puente con el bungy comercial natural más alto del mundo. Pero antes de arrancar te pongo en contexto…



Yo no sé cómo lo asumirías tú, pero yo no había decidido hacerlo hasta literalmente el último minuto.



La mañana estaba nublada y los planes estaban prácticamente parados por el clima, la ciudad dejaba poco que hacer en un día lluvioso de esa temporada y ya me habían advertido que para poder lanzarse había que tener una reserva con la que yo no contaba… pude haberlo soltado en banda, pero algo dentro de mí insistió y se me ocurrió llamar. Le di una muela a la chica del teléfono pero me dijo que el próximo cupo no estaba disponible hasta dentro de unas cuatro horas y eso era demasiado. Justo antes de rendirme se me ocurrió decirle a modo de suspiro sin esperanza: ¡es que yo estoy MUY muy cerca! Y funcionó… Si llegaba en la próxima media hora, me colarían en el próximo turno. Desde ese momento mi adrenalina comenzó a subir a un ritmo impresionante pues no sólo pensé, sino que sentí “que eso taba pa mi”.

Llegué, me identifiqué, busqué y agradecí a la chica que me había “colado” (encontrado un espacio) y pagué. Me quedó claro que para hacer este bungy había que llegar al menos una hora antes y al parecer eran bastante estrictos con que se cumpliera al pie de la letra esta regla. Una vez organizada la parte del registro me tocó esperar unos 30 minutos para que me pusieran el equipo, y unos 20 más para iniciar la experiencia.

Llegada la hora fui a ponerme el arnés y aproveché para conversar un poco con el chico, me enteré que la parte del zip-line es una adición reciente y que sobre la ropa, se recomienda llevar abrigo porque allá arriba el viento llega a ser muy fuerte, sobre todo en días nublados como ese. Yo, evidentemente, le hice caso.

Estaba nerviosa, no te lo escondo, pero eran de esos nervios buenos, esos de emoción, de ‘que quiero que pase y que pase ya mismo’. Hice algunas fotos y videos y llegó la hora de unirme al grupo.

Caminamos por un pequeño sendero hasta llegar al punto de partida del zipline. Estábamos justo debajo del puente, ese, el más alto del continente y que aún se destaca en los listados del mundo. Nos pusimos los cascos, el mío talla pequeña, nos revisaron el peso y por ser bajita y ligera, me juntaron con otra chica. Los grandes y pesados pueden ir solos, los más livianos no.

El zipline fue corto, pero la sensación muy extraña. Una pasa del suelo a un abismo en cuestión de segundos y así mismo suben la frecuencia cardíaca y el asombro. Ya no hay vuelta atrás, pensé, y llegamos al centro del puente.

La música estaba súper alta, bailamos, reímos, miramos a otros ir y volver, nos hicimos fotos y videos. Fue evidente que mientras todos se lanzaban con miedo, manifestado en formas tan distintas como cada sujeto, curiosamente volvían repletos de energía. Aquello parecía ser como un shot de esos que te cambian el perfil de la noche.

Duramos mucho esperando o al menos así se sintió: como una eternidad. Hasta que gritaron mi número, entonces todo fue rápido. Me guiaron hasta sentarme en un cubo, me amarraron los pies, primero con un velcro gigante, luego hicieron con una especie de elástico un nudo muy raro, la sensación se tornaba cada vez más extraña ahora que estaba parcialmente inmovilizada. Me quedé ahí, estática, pendiente de la GoPro que estaba en mi brazo, cámara que ya había encendido la luz que me notifica cuando le queda poca batería, excelente momento ¿no?.

Me pidieron cambiar de cubo y sentarme del otro lado haciendo evidente que yo sería la próxima. A los pocos minutos me tocó ponerme de pie y dar pequeños saltos hasta la plataforma. Encendí la cámara y sonreí, quizá por la emoción, quizá para esconder mi miedo, quizá para controlar la ansiedad… No tengo idea de por qué pero sonreí.

Me pidieron acercarme más, miré hacia abajo y de inmediato me arrepentí de hacerlo. No voy a mirar para ningún otro lugar que no sea el frente, pensé, y ahí escuché ONE… TWO…. BUNGY! Y cómicamente la última palabra llegó tarde a mi cerebro, como en cámara lenta.

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El viento frío golpeaba mi rostro, las gotas de lluvia, aún más frías, se sentían cuales balas o puñales en mi piel. No escuchaba nada, de hecho no sé ni qué estaba sonando. Un jamaqueón gigante me devolvió hacia arriba y ahí fue que caí en cuenta de lo que había hecho… ¡ACABABA DE SALTAR DE UN PUENTE! Y ESTABA COLGADA DE CABEZA… ESTOY LOCA… ¿CÓMO CARAJOS SALDRÉ DE AQUÍ?

Y cuando ya estaba más calmada…
Ahí me enteré de que para irme tendría que caminar un puente paralelo al puente. Uno que te dejaba verlo TODO y no pasar por alto que debajo de ti no había nada.

Saltar del Bloukrans Bridge fue una locura, se sintió como una locura, cuanto más lo pienso más loco se siente y lo más loco es que lo haría de nuevo sin pensarlo.

Cuéntame, ¿te hubieras ‘jondeado’ tú?

P.D.
Yo soy Maricha Martínez Sosa, colecciono experiencias y amo compartirlas, aunque esta es la primera vez que me atrevo hacerlo vía video (lo cual aún se siente rarísimo, así que aprecio que me digas qué te pareció esto)…