-La explicación radica en algunas características inherentes a la fotografía y en cómo funciona nuestra autopercepción
-Según un estudio, las personas más satisfechas con su apariencia tienen una autoestima más alta y están más satisfechas con sus vidas.
Casi todos hemos experimentado lo extraño de escuchar grabada nuestra propia voz. Habituados a oírnos en tiempo real, ese sonido nos suena falso, ajeno, feo. Una pregunta acude a nuestra mente con cierto horror: «¿De verdad yo hablo así?». Una sensación parecida -por motivos bien distintos- se produce cuando nos vemos en fotos: no encontramos en ellas la imagen que observamos día a día en el espejo. Nos gusta cómo nos vemos en el espejo, pero no nos sucede lo mismo con cómo nos vemos en las fotos.
Hay quienes dicen sacarse más de 200 selfies por día. Incluso algunos investigadores hablan de selfitis, la obsesión por hacerse autofotos y compartirlas en las redes sociales como un modo de «compensar la falta de autoestima». Pero muchas de esas fotos son eliminadas, pues no son más que los «borradores» necesarios para que la persona retratada dé con una en la cual sí le guste cómo ha salido. La insatisfacción se multiplica, desde luego, cuando cuando las fotos las sacan los demás. Una insatisfacción ante la cual la ciencia ofrece algunas explicaciones.
Nos gusta la imagen de nosotros que estamos habituados a ver
En primer lugar, existe el llamado principio de familiaridad o de mera exposición-enunciado hace medio siglo por el psicólogo social estadounidense Roberto Zajonc- según el cual, con la exposición repetida, aumenta el agrado ante un determinado estímulo. Debido a este principio psicológico, nos gusta la imagen que vemos de forma cotidiana en el espejo: siempre de frente, mirándonos fijo y desde la altura de nuestros ojos, a corta distancia, en movimiento, en tres dimensiones y con un feedback inmediato, en función del cual podemos modificar esa imagen.
El espejo muestra una imagen invertida y, como ningún rostro humano es simétrico, esto es lo primero que extraña a quien se contempla en una foto: está «al revés» de como se ve todos los días. Aunque se trate de diferencias sutiles (desde la raya del peinado hasta pequeñísimas diferencias entre el lado derecho e izquierdo de la boca o la nariz), no ver la imagen familiar, sino otra diferente, ya genera un cierto desagrado.
Pero hay muchos otros factores involucrados en el disgusto que a menudo nos llevamos al ver cómo salimos en ciertas fotos. La perspectiva es una de las claves. A diferencia de lo que sucede con lo que uno ve en el espejo, la foto puede estar tomada desde los más variados ángulos y distancias. Esto puede realzar o enfatizar rasgos que, en el reflejo cotidiano, pasan inadvertidos.
Lo mismo puede pasar por los distintos tipos de luz en el momento de sacar la foto o con lo enfocadas (o desenfocadas) que resulten ciertas partes de la cara o el cuerpo. Además, la foto es la captura de un instante, lo cual puede llevar gestos inesperados, desde los clásicos ojos cerrados por un parpadeo del que ni el mismo retratado se da cuenta, hasta una mueca graciosa que -como forma parte de un movimiento veloz- es imperceptible en el cara a cara real.
Los engaños de la autopercepción
Más allá de todas estas características propias de la fotografía, en el hecho de que a menudo no nos gustemos en las fotos intervienen factores psicológicos. En particular, el hecho de que, en general, nos creemos más guapos de lo que en realidad somos, según lo comprobó un estudio realizado por científicos de Estados Unidos y publicado en una revista especializada ya en 2008.
El experimento consistió básicamente en ofrecer a algunas personas diversos retratos de sí mismas, algunos de los cuales estaban retocados de manera tal que su aspecto aparecía «mejorado». Cuando se les pidió que identificaran las imágenes que creían que los reproducían con mayor fidelidad, la mayoría de las personas eligió las fotos retocadas. Con fotos de amigos suyos les pasó lo mismo, cosa que, en cambio, no sucedió con retratos de extraños. Según los investigadores, esa actitud mostró correlación «con medidas implícitas de autoestima y no con medidas explícitas, lo que es coherente con la idea de que se trata de un proceso relativamente automático y no voluntario».
Ante el espejo uno puede posar y moverse de forma tal que la imagen en el reflejo se parezca lo más posible a su positiva autopercepción, es decir, a lo guapo que -de forma inconsciente- cree que es. Las fotos no ofrecen esa posibilidad, y allí se puede encontrar otra de las razones por las cuales gustan menos.
La importancia que damos al aspecto físico
Otra prueba de que la autopercepción nos engaña la proporcionó un trabajo realizado por investigadores australianos. Les pidieron a un grupo de más de 130 estudiantes que seleccionaran, de un grupo de fotos de ellos mismos, aquellas que creyeran que los retrataban mejor. Luego les pidieron lo mismo a un grupo de personas que no conocían a los estudiantes del experimento y que solo los conocían de un vídeo de un minuto de duración. ¿El resultado? Los desconocidos eligieron fotos más precisas que los propios retratados. No somos como creemos que somos.
Por otra parte, también existe lo que en términos técnicos se denomina trastorno dismórfico corporal, también conocido como dismorfofobia, que se produce cuando una persona se obsesiona con algún defecto físico (o más de uno), defecto que en realidad es muy pequeño, imperceptible o incluso inexistente. Si bien este problema también se conoce de forma coloquial como «síndrome del espejo», en el espejo es más fácil eludir la visión del supuesto defecto, algo que en una foto puede resultar imposible.
En cualquier caso, parece indudable la relevancia que tiene el aspecto físico en relación con la sensación de bienestar. Un estudio de 2016, elaborado por científicos de Estados Unidos con datos de más de 12.000 personas, reveló que las personas más satisfechas con su apariencia y su peso corporal en general también están más contentas con sus vidas: tienen una autoestima más alta, se sienten más seguras en sus relaciones interpersonales y son más abiertas y extrovertidas.
Unos resultados que no sorprenden en una época marcada por redes sociales como Facebook e Instagram, en las cuales la imagen desempeña un rol fundamental.
Ante tal situación, al consejo tradicional de no dar tanta importancia al aspecto externo y valorar el interior de las personas, conviene añadir el de que, si bien no somos tan guapos como tendemos a pensar, tampoco estamos tan mal como, a veces, nos vemos en las fotos.