En una carrera, la manera de comenzar no es tan importante como la de terminar. Este mismo principio también se aplica al ámbito espiritual. Por eso el escritor de Hebreos nos recuerda que debemos “despojarnos de todo peso” que nos estorba en la carrera que tenemos por delante (He 12.1). La vida del creyente no es una carrera de velocidad sino una de resistencia con Cristo, y nuestra meta debe ser la misma que la del apóstol Pablo: pelear la buena batalla, terminar la carrera y mantener la fe (2 Ti 4.7).

El pasaje de hoy contrasta a dos corredores. Después de un gran comienzo como compañero de Pablo (Fil 1.24), Demas abandonó la causa debido a su amor por el mundo (2 Ti 4.10). En vez de resistir hasta el final, se dio por vencido y no terminó la carrera.



Marcos, en cambio, comenzó mal. Cuando Pablo y Bernabé emprendieron su primer viaje misionero, llevaron al joven con ellos, pero después de la primera etapa del viaje, regresó a Jerusalén (Hch 13.5, 13). Como Marcos los había abandonado en ese primer viaje, Pablo se negó a llevarlo en el segundo (He 15.36-40). Sin embargo, cuando el apóstol se acercaba a su muerte, quería tener cerca a Marcos a quien ahora consideraba “útil para el servicio” (2 Ti 4.11). Marcos había demostrado ser fiel al perseverar en la obediencia y en el servicio al Señor, y al final escribió uno de los cuatro evangelios.

Es fácil quedar atrapado en las actividades y los placeres de esta vida al olvidar que tenemos una meta suprema. Una vez que crucemos la línea de meta y veamos a Cristo cara a cara, todo lo demás palidecerá en comparación. Así que, corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante.



Fuente: Encontacto.org