A quién no le encantaría vivir en el Caribe? Es el sueño del pibe», pensó Pablo Rojas Paz mientras fantaseaba con la posibilidad de cambiar su destino. Su novia, Antonella Barrientos, hacía tiempo que le venía sugiriendo que podría tratarse de una maravillosa idea. Ambos, oriundos de Tucumán, sentían que era tiempo de explorar otras formas de vida, pero a él le costaba soltar aquellos temores paralizantes que le impedían dar el salto de fe hacia un nuevo mundo.
El lugar que tenían en mente no era desconocido, lo que les daba cierta tranquilidad. El hermano de Pablo, Alejandro, vivía en Punta Cana hacía diez años y lo habían visitado en algunas oportunidades, pero siempre con la animosidad espiritual que uno empaca consigo cuando está de vacaciones. ¿Podrían tener una vida `real´ allí? ¿Qué significaba tener una vida real? ¿De qué podrían trabajar?; su mirada mágica de turista podría esfumarse con el primer mal viento… ¿y entonces qué? Alejarse de los amigos, de una tierra amada y de la familia no sería sencillo. «Pero ahí está tu hermano», le decía Antonella, «Uno de tus pilares más importantes».
Muy en lo profundo de su ser, Pablo sabía que estaba poniendo excusas, trabas fabricadas por la incertidumbre. ¿Pero a qué le temía más, a un cambio radical o a no cambiar nunca? Lo cierto era que, tanto su novia como él, estaban disconformes con su trabajo, algo que en la acumulación del día a día los angustiaba mucho más de lo que eran capaces de admitir; jóvenes y sin hijos, tal vez no se presentaría en el futuro un mejor momento para partir.
Antonella insistía, pero él continuaba sumergido en sus dudas hasta que en la víspera del año nuevo del 2013 algo en su interior se reveló para darle paso a la decisión final. «Esa noche le propuse a mi novia hacernos una promesa de que, si no cambiaba nuestra situación laboral en un lapso de seis meses, nos íbamos», recuerda Pablo, quien aparte hacía poco que se había recibido de Licenciado en Turismo. «Ella también había completado sus estudios universitarios y la verdad es que sencillamente no éramos felices en la situación de vida en la que nos encontrábamos».
Durante los siguientes meses, Pablo y Antonella enviaron sus currículums a todos los lugares posibles a fin de hallar empleos más satisfactorios y mejor remunerados, pero nada ocurrió. El ciclo pactado se había cumplido y ellos tenían una promesa: era tiempo de cambiar. Aún con ciertos temores, surgió un pensamiento claro que los terminó por convencer: «Nos dijimos: Si no nos arriesgamos, nunca sabremos qué hubiera pasado. Entonces compramos los pasajes y no hubo vuelta atrás. Sin dudas, fue la mejor decisión que tomamos en nuestras vidas y qué bueno que Antonella me empujó a tomarla, porque solo faltaba eso, un empujoncito para superar la barrera que nos separaba de nuestra gran aventura».
Hacia un nuevo hogar
Con pasaje en mano los miedos de pronto se esfumaron dándole paso a la ansiedad y la ilusión. La familia y amigos por suerte apoyaron la resolución, los reconocían apagados en su rutina y querían verlos felices más allá de todo; y tal vez el destino también tuvo un poco que ver: se irían a un rincón del planeta soñado y en donde habitaba un familiar muy cercano. «Antes de partir, más allá de los nervios típicos que conlleva el hecho de cerrar todos los asuntos, vender todo lo posible para juntar dinero, y preparar una mudanza a otro país, estábamos contentos porque volveríamos a ver a mi hermano después de largo tiempo».
El arribo superó las expectativas de todo aquello que habían imaginado: el reencuentro, junto al tan anhelado abrazo con Alejandro, emocionó a todos los presentes. Los primeros días fueron de charlas interminables y las ganas irrefrenables de recorrerlo todo para observar con otra mirada a una isla que ya no era sinónimo de vacaciones, sino que ahora pasaría a llamarse hogar. «Nos quedamos sorprendidos por su belleza, por la buena onda y la energía de la gente», cuenta Pablo, «En apenas una semana conocimos también a varios jóvenes argentinos, que habían dejado su suelo por razones similares y que buscaban conquistar sus sueños».
Para Antonella y Pablo, el horizonte se había abierto y una nueva vida había comenzado.
Los primeros impactos
Se mudaron a un rincón turístico llamado Bávaro, un paraje del distrito municipal Verón Punta Cana, dependiente del municipio Higüey en la provincia La Altagracia, República Dominicana. Tuvieron la fortuna de volver a empezar en un hogar ubicado a una cuadra de la playa, colmado de verdes increíbles y palmeras mecidas por un suave viento. «Es una bendición levantarse todos los días, abrir la ventana y ver esos colores, la vegetación paradisíaca, el cielo azul y sobre todo sentir el calorcito lindo todo el año. Sin dudas, me impactó el buen clima que predomina, porque hace calor, pero no es intolerable (el promedio es de 27 grados) y la brisa del mar ayuda a mantener la temperatura agradable siempre».
Pero la mayor sorpresa de la isla la develó el paso del tiempo y el andar cotidiano rodeados de una vibración intensa que podía respirarse a toda hora y en cualquier ocasión: allí simplemente no había malos días. En los rostros de los lugareños hallaron las marcas de una cultura signada por el agradecimiento ante el sencillo hecho de estar vivos, una comunidad dedicada a brindar alegría a los visitantes que arribaban naturalmente contentos; un pueblo que vivía la vida de manera intensa, siempre.
«A ellos se los ve perpetuamente felices, con o sin dinero en el bolsillo, bailando, saludando a todo el mundo aun sin conocerlo. Es su costumbre y lo sienten así, ya sea que estén trabajando en un hotel, en la calle, en la playa o donde sea», afirma Pablo, «Para ellos donde comen dos comen cuatro, me asombró lo solidarios que son en todos lados, muy humanos. Cocinan muchísimo para darles un plato al que no tenga, realizan comidas típicas como carne guisada, cerdo guisado con arroz y habichuela, pollo frito sí o sí, así como plátano en todas sus formas habidas y por haber… Almuerzan muy temprano entre las doce, doce treinta, y acá la merienda no existe, por ende, tipo siete y ocho de la noche, cenan».
Buena vibra.
Trabajo y calidad de vida
Líder en las mediciones económicas de Centroamérica y el Caribe, Pablo estaba al tanto de que República Dominicana era conocida por la producción de azúcar y el turismo, sin embargo, a su llegada descubrió que los servicios ya dominaban ampliamente hacía tiempo y que aquel era el destino más visitado del Caribe por sus playas, su diversidad biológica, campos de golf, la montaña más alta del Caribe -el Pico Duarte-, y el gran lago Enriquillo; Punta Cana, por supuesto, formaba parte de sus mayores atractivos.
«En lo que respecta a oportunidades laborales, hay muchas», cuenta, «Hay trabajo para todos por la cantidad de hoteles, excursiones, eventos y operadores. La mayoría está relacionada con el turismo, obviamente. En mi caso trabajo como ejecutivo de ventas en un club de vacaciones de una reconocida cadena hotelera, en una de las zonas más exclusivas de la isla».
Aun a pesar de la abundancia laboral, la pareja asimiló rápidamente la importancia que siempre tiene la buena dedicación y el esfuerzo. Observaron así mismo que para cualquier trabajador el sueldo básico era muy bajo, pero que de todas formas las personas eran capaces de acceder a una calidad de vida decente. «Esto también tiene que ver con el espíritu, ante todo. Ellos aman el baile y el deporte, y al estar rodeados de tanta belleza y buena energía es poco el dinero que necesitan. Juegan mucho al dominó en las esquinas, sobre todo en los barrios, todos los días, es común en las islas del Caribe, obvio que con una cervecita o una botella de ron de por medio y con la música a todo volumen; cantan todas las canciones desde que arrancan hasta que terminan, ¡se las saben a todas!», observa Pablo entre risas.
Paz y buena vida.
Reencuentros y aprendizajes
En los últimos años, Pablo y Antonella no han regresado a su país de origen, los reencuentros, sin embargo, son frecuentes. Sus padres y amigos los visitan seguido, «es entendible», opinan, «es un destino muy atractivo, todo el mundo sabe lo lindo que es el Caribe. Además, acá está mi hermano, su esposa y mi sobrino, Thiago. Somos cinco tucumanos muy unidos. Irse de la tierra natal teniendo familia allí a donde uno va creo que es invaluable y de gran ayuda».
El mate, los asados de los domingos, el fútbol con amigos y las empanadas son rituales que la pareja no perdió en ningún momento, así como su tonada y otras costumbres del norte argentino. «Vemos todos los partidos de atlético Tucumán», sonríe Pablo, también conocido como el Tucu, «Tal vez todas estas sean también las razones para no volver más que de vacaciones a la Argentina. Este es mi lugar en el mundo, sin dudas. Hay una frase simple que repito a cada momento: ¡Qué lindo que es vivir acá! La digo con sinceridad porque en Punta Cana disfruto y soy feliz todos los días».
En familia.
Alguna vez en la vida pasada de Pablo, el temor a la incertidumbre y a escaparle a los mandatos sociales conocidos lo hicieron dudar acerca de qué significa llevar adelante una vida real. A partir de una promesa y un salto de fe comprendió que no existen vidas de fantasía, pasares más o menos auténticos, entendió que mientras haya vida todo posible y válido, que real es todo aquello por lo que se trabaja para que así sea, mientras sea con honestidad.
Después de años alejado de su otra existencia, hoy reconoce que pueden hallarse aspectos negativos en todas partes del planeta, sin embargo, en su rincón de la tierra él aprendió a privilegiar y atesorar únicamente los positivos, los que lo colman de una paz y un bienestar del alma constante.
«Acá entendí que la vida es corta, que hay que disfrutarla lo más que se pueda. Que debemos luchar por ser felices, con o sin plata en el bolsillo, y que hay que ayudar sin esperar nada a cambio. Me convertí en una persona más mundana, rústica en el mejor de los sentidos -los que acompañan a la naturaleza- así como más sencilla, dejando de lado las marcas, las cosas caras, la frivolidad. Acá aprendí que donde hay poca risa hay poco éxito, que la gratitud atrae la abundancia. Me acerqué mucho a lo espiritual, cosa que me enseñó el dominicano también, porque son muy religiosos y agradecidos por el solo hecho de existir: todos somos iguales ante los ojos de Dios. Como dicen ellos siempre: `Hay que echa pa’lante´», concluye con una gran sonrisa.