Puedo afirmar sin miedo al exabrupto que se han llegado a escribir auténticos ríos de tinta sobre qué marca la diferencia entre cineasta y autor y cómo puede identificarse a uno de ellos en el medio cinematográfico.
Para salir de dudas, pocos ejemplos mejores existen que el estreno de una adaptación de un material ajeno a la gran o a la pequeña pantalla, preferiblemente abordado con anterioridad y en múltiples ocasiones.
Ciñéndonos únicamente al requisito de contar con un sello único y difícil de imitar, no cabe duda de que Guillermo del Toro forma parte del selecto grupo. Y es que, además de haber demostrado poseer un universo propio tan vasto como fascinante en producciones tan variopintas como ‘La cumbre escarlata’, ‘El espinazo del diablo’ o, incluso, ‘Pacific Rim’, ha marcado a fuego su impronta en licencias como ‘Blade’ y ‘Hellboy’ y en la obra de William Lindsay Gresham en su ‘Callejón de las almas perdidas’.
Con su irrepetible ‘Pinocho’, el mexicano, acompañado del codirector Mark Gustafson, se reafirma como un autor con mayúsculas; reinventando el cuento clásico de Carlo Collodi en una fábula animada brillante en todos y cada uno de sus aspectos. Una verdadera exquisitez técnica, formal, artística y narrativa capaz de maravillar, dibujar sonrisas y romper corazones impulsada por ese indiscutible espíritu marca de la casa.
El prólogo del largometraje, en el que se condensan los años de vida de Gepetto junto a su hijo Carlo en diez minutos impecables, se alza como un aperitivo perfecto de lo que está por venir. Esta introducción, además de ser una clara muestra del poderío narrativo del filme, sienta las bases tonales y estilísticas de una versión aún más sombría y pesarosa de lo que cabría esperar, y que deja claro que esta ‘Pinocho’ es hija de su padre.
Esta afirmación trasciende a los inevitables coqueteos con el terror que salpimentan con asiduidad el metraje —la creación de la marioneta protagonista y su presentación son dignas de la obra más espeluznante del género— y a un diseño de producción arrebatador en el que personajes, escenarios y criaturas fantásticas enamoran profundamente y a primera vista.
Porque si algo convierte a ‘Pinocho’ en una rareza digna de todos los elogios es su irrefutable madurez, proyectada sobre un tono que equilibra por momentos la balanza con un gran sentido del humor —en ocasiones de lo más negruzco— incapaz de evitar que esta termine inclinándose drásticamente hacia un público adulto que, en ultima instancia, será quien extraiga todo su jugo a nivel temático.
Detalla Víctor López G que además de con una soberbia ambientación en la Italia de Benito Mussolini que envuelve el relato con un lúcido alegato antifascista, del Toro eleva este milagro articulando un rico discurso que trasciende al duelo y la paternidad para zambullirse en cuestiones filosóficas que no desvelaré para mantener intacta la experiencia del lector prematuro —aunque el hecho de que Sebastian J. Grillo tenga un retrato de Schoppenhauer colgado en la pared da una pista sobre lo devastadoras que pueden llegar a ser sus lecturas—.
Es posible que sorprenda que a estas alturas del texto aún no haya mencionado el no por ello menos extraordinario apartado técnico de una cinta que cautiva más a través del corazón que de los ojos. De igual modo, no puedo menos que mostrar mi más profunda admiración hacia un trabajo de orfebrería al alcance de muy pocos maestros como Frank Passingham, que vuelve a asombrar con su labor tras su insustituible participación en ‘Kubo y las dos cuerdas mágicas’.
‘Pinocho’, además de ser la segunda obra maestra potencial de Guillermo del Toro —junto a ‘El laberinto del fauno’—, es uno de los últimos grandes títulos de 2022 y una firme candidata a alzarse con el Óscar a la mejor película de animación. Después de todo, no es, en absoluto, frecuente sentarse a escribir una reseña con un nudo en el estómago y con los ojos aún irritados por la cantidad de lágrimas vertidas frente a la pantalla.