La vellonera -ese artefacto panzudo que llevó la música a todos los rincones como autoservicio- fue una pieza clave de la cultura popular de los años 50 del siglo XX.
La de Mañiñí González -regordete, cabeza de huevo y rostro bonachón-, situada en su colmado bar, frente al parque Abreu de San Carlos, atrajo a varias generaciones que destilaron su pasión musical consumiendo penas y alegrías junto a unas cuantas cervezas, un pote de ron o simplemente un refresco colorao. Almacenando, de paso, un valioso inventario en el disco duro que es la memoria.
Desde niño, al igual que el cine, la radio, el tocadiscos y la televisión, la magia de las Wurlitzers ejerció una fascinación que aún hoy me atrapa. En el balneario El Chorro, en la placidez climatizada de Constanza junto a mi familia, en el chopocrático y bullanguero dancing de Güibia, donde me llevaba el primo Pacho Sardá, en cabarés de mala muerte y en bares restaurantes con aire acondicionado, el objetivo era uno. Meter los chavitos en esa máquina maravillosa que complacía mis peticiones musicales predilectas.
Junto al amigo de infancia Güigüí Pérez, emprendimos un ejercicio de arqueología de la memoria en el Piano Bar del Club Naco -verdadero refugio de sancarleños sobrevivientes- para reconstruir la despensa musical del colmado bar Mañiñí en los años 50 e inicios de los 60. He aquí los hallazgos.
Discos de moda
Introduciendo una modesta moneda de cinco centavos (vellón) y pulsando una letra y un número en el tablero alfanumérico del artefacto, se podía escuchar a Lucho Gatica, la voz romántica del momento, cantando boleros como La Barca y El Reloj de Roberto Cantoral, No me platiques más de Álvaro Carrillo, Encadenados de Briz y Las muchachas de la Plaza España, recreación encantada de una Roma primaveral. O retornar al inmortal Carlos Gardel rodando Cuesta abajo y añorando Volver, anhelante en El día que me quieras y nostálgico pleno en Mi Buenos Aires querido.
Con fondo de vibrante mariachi, Jorge Negrete dispensaba Paloma Querida, Ay Jalisco no te rajes, La Valentina, Cocula y México lindo y querido. Serenateaba con Despierta y Flor de Azalea, reforzado por las cuerdas y voces del Trío Calaveras. Pedro Infante, el otro «gallo cantor» de dulce timbre y simpatía sin par, nos envolvía en el clima evocativo de Cien años («Pasaste a mi lado/ con gran indiferencia/ Tus ojos ni siquiera/voltearon hacia mí/ Te vi sin que me vieras/Te hablé sin que me oyeras/ Y toda mi amargura/ se ahogó dentro de mí»). Para exclamar suplicante Deja que salga la luna, Bésame mucho, Tú y las nubes («me vuelven loco»), y agonizar por un amor dorado en Un mundo raro. Cuco Sánchez, desgarrado, aportaba Tres corazones y la nada confortable Cama de piedra que entonábamos los muchachos del barrio.
La Novia de América, Libertad Lamarque, mantenía en el ventrudo repertorio de esta vellonera Caminito y Quiéreme mucho, ambos temas del cantar doméstico de Fefita. Y el flaco Agustín Lara, con su característico quejido quebrado, sembraba su estampa autoral con Solamente una vez, Amor de mis amores, Noche de ronda, Farolito, Rival, Naufragio y Noche Criolla: «Noche tibia y callada de Veracruz/ Canto de pescadores que arrulla el mar».
En el pregón de Alberto Beltrán aparecían en la vellonera de Mañiñí sus hits con la Sonora Matancera, Aunque me cueste la vida de Luis Kalaff, Ven de Sánchez Acosta, El 19 de Reyes Alfau, Todo me gusta de ti de Cuto Estévez y El Negrito del Batey de Héctor J. Díaz y M. Guzmán. Leo Marini figuraba con Caribe Soy, Tristeza marina, Canción del dolor, Maringá, mientras Celio González lo hacía con Amor sin esperanza de Kalaff. La voz sedosa inigualable de Barbarito Diez brindaba Junto al palmar y Las perlas de tu boca, con el respaldo orquestal de Antonio María Romeu. La respetada big band del borinqueño Rafael Muñoz ponía su sello distintivo, cantando José Luis Moneró las composiciones emblemáticas Prisionero del Mar y Niebla del Riachuelo.
El Inquieto Anacobero, Daniel Santos, entonaba Dos gardenias, Virgen de Medianoche y el cancionero de su descubridor Pedro Flores: Perdón, Vengo a decir adiós a los muchachos (Despedida), y Obsesión. El portorriqueño Johnny Albino y su Trío San Juan fraseaban Siete notas de amor («Do quieras que tú vayas y te acuerdes de mí») y la envolvente La Hiedra. Armando Vega desgajaba Acuérdate y Vanidad.
Una voz acariciante, la de Lope Balaguer, colocaba en esta oferta lo mejor de la bolerística criolla: Peregrina sin amor, Arenas del desierto, Ven, Mi gloria. Entonces, en un desfile de éxitos, la vellonera vibraba con las cuerdas requintadas y las voces acopladas de Los Panchos: Sin un amor, Amorcito corazón (tema fecundado por Pedro Infante), Una copa más, Un siglo de ausencia, Caminemos, Sin ti, y Dilema, de Juan Lockward. Los Tres Ases ejecutaban Sabrá Dios, Delirio, Tú me acostumbraste, Historia de un amor y Los Tres Reyes se debatían entre el dilemático Triángulo.
La mujer expresaba su queja honda en la voz melosa y jarocha de Toña la Negra cantando Salomé, Cenizas, Amor perdido y Pesar (de nuestro Bullumba Landestoy), o auxiliaba su defensa con Virginia López en Espinita («Suave que me estás matando/ que estás acabando con mi juventud») y Ya la pagarás. Representada por la cubana Blanca Rosa Gil, Toda una vida y Celos que matan y la boricua Blanca Iris Villafañe, Besos callejeros, Con el sentimiento herido. Y con la entereza brava de Olga Guillot (mi autodeclarada «novia oficial» en el Congreso del Bolero del Centro León), los retadores Miénteme, Voy, Cría Cuervos, y La noche de anoche (de la que surgió Olga María fecundada por René Touzet).
Romanticismo
El romanticismo idílico almacenado en el artefacto sonoro descansaba en voces como las de Alfredo Sadel (Nocturnal, Perfidia, Aquellos ojos verdes), Fernando Fernández (Carita de Ángel, Viajera, Candilejas), Vicentino Valdés (Los aretes de la luna, La montaña), Antonio Prieto (La Novia, Son rumores) y Daniel Riolobos (Tres palabras). El bolero ranchera tuvo su boom con Javier Solís (Y, Cenizas, Vendaval sin rumbo, Sombras). El Indio Araucano alcanzó su momento con Te odio y te quiero, y Batelera (aquella moza que no quería soltar el remo). Los chilenos Hermanos Silva, Yo vendo unos ojos negros. Rafael Vásquez, ajeno a las cláusulas pétreas y al constitucionalismo cerrajero, interpretaba El Candado y Claro de luna.
El boliviano Raúl Shaw Moreno colocaba Cuando tú me quieras, cuyo sencillo regalé esperanzado a un proyecto de ternura frustrado. El acicalado Nat King Cole, en lanzamiento exitoso en español, decantaba Ansiedad, Cachita y Quizás, quizás. Roberto Ledesma, empeñado en promover el ramo de la construcción, pegaba La Pared y Camino del puente. Lino Borges se debatía meloso entre Morir soñando y disfrutar una Vida consentida. Marco Antonio Muñiz, el genial azteca que aun habita entre los vivos que lo admiramos, nos insuflaba bríos con Adelante, Amor sin ley y Escándalo.
El versátil director y cantante Benny Moré aportaba Cómo fue, Maracaibo Oriental, Pachito Eché, Mucho corazón, Me acompañarás y Dónde estabas tú («Te llevaste los cueros, el quinto y el tres/ Y por tu culpa suspendimos el bembé»). Mientras que de la inmensa guarachera de Cuba Celia Cruz, se descargaba Juancito Trucupey, Burundanga, El Hombre Marinero y Pinar del Río. Xiomara Alfaro se las pasaba Moliendo café y llamando a Facundo, mientras el dueto Celina y Reutilio afirmaba que Yo soy el punto cubano e invocaba a Santa Bárbara bendita.
En este repertorio cubanísimo, el conguero y cantante Miguelito Valdés, con la orquesta del catalán Xavier Cugat, se montaba en el tema santero Babalú. Los populares Matamoros brindaban boleros y sones como Lágrimas negras, Son de la loma, la canción El Morro Castle y los rítmicos La mujer de Antonio y El que siembra su maíz. El Guapachoso Rolando Laserie, timbalero salido de la Banda Grande de Benny Moré, ya lanzado a solista: Las cuarenta («Con el pucho de la vida apretao entre los labios, /la mirada turbia y fría, un poco lento el andar»), Hola soledad, Sabor a nada, Río Manzanares y Amalia Batista. El colombiano Nelson Pinedo con la Sonora, El Muñeco de la Ciudad, Me voy pa’la Habana y Bésame morenita. Bienvenido Granda, bautizado «El Bigote que Canta», Angustia y A la orilla del mar. Panchito Riset, con su singular gorjeo quebrado, Melancolía, Háblame claro, El cuartito, Si te contara. ¡Pura cubanía!
España
Desde España llegaban Los Churumbeles con No te puedo querer, Abril en Portugal («Canción sentimental/ que me hace recordar/ aquel abril en Portugal»), Camino verde y Lisboa antigua. Juan Legido, llamado «El Gitano Señorón», nos deleitaba con Dos Cruces, Doce cascabeles, Dónde estás corazón y Limosna de Amores. Luis Mariano, Violeta imperial, Olé torero y Granada. Con refuerzo cinematográfico de gran taquilla proyectado desde el teatro Independencia, la seductora Sarita Montiel nos regalaba Fumando espero («al hombre que yo quiero/ tras los cristales de alegres ventanales») y La violetera («Llévelo usted señorito/que no vale más que un real/
Cómpreme usted este ramito»). Y el infante Joselito, El ruiseñor, Dónde estará mi vida y La campanera.
Otros presentes en la memorable vellonera de Mañiñí fueron Eduardo Brito, Esclavo soy, Siboney, Martha y Aquellos ojos verdes. Antonio Machín, Angelitos Negros y No me vayas a engañar. Carlos Ramírez, El Manisero. Fernando Álvarez, Bájate de esa nube. Felipe Pirela, Únicamente tú y Tarde gris. El trovador Codina, El árbol y la niña. Felipe Rodríguez («La Voz»), La cama vacía. Paquitín Soto, Se vende un corazón.
Del lar natal y la fabulosa La Voz Dominicana, Elenita Santos refrescaba el ambiente con Ritmo de Salve, Salve de las Auroras, Besarte, Cuando volveré a besarte y Melancolía. Ángel Viloria, radicado en New York como avanzada de la Gran Migración, con los magistrales jaleos saxofonísticos de Raymond García y en la voz limpia de Dioris Valladares, nos metía monte adentro con La Cruz de Palo Bonito, Loreta, El Vironay y La Maricutana. Así, la entrañable vellonera de Mañiñí, como otras que animaban los días en los barrios del país, fue verdadera escuela musical. Por un vellón, una canción. Autor: JOSE DEL CASTILLO PICHARDO