Para Maryanne Braverman, ingresar a un convento no fue solo un llamado religioso, sino también una vía de escape. En 1965, con solo 17 años, decidió abandonar su sueño de ser farmacéutica y seguir el deseo de su madre: convertirse en monja.
En una época en la que las mujeres tenían opciones laborales limitadas y solían permanecer en casa hasta el matrimonio, unirse a la Iglesia le ofreció a Maryanne Braverman una independencia que de otra manera no habría tenido.
Durante una década, Braverman se dedicó a ayudar a madres solteras y jóvenes en riesgo social, además de recibir formación universitaria en teología y filosofía.
Sin embargo, con el tiempo, el desgaste emocional y el trabajo administrativo que le ofrecieron dentro de la orden la llevaron a cuestionar su vocación. Un proceso de terapia le hizo ver que su ingreso al convento fue más por cumplir con las expectativas maternas que por una verdadera convicción religiosa.
A pesar de haber hecho votos perpetuos, decidió dejar la vida religiosa en 1975. Encontró empleo en un bufete de abogados, se mudó a Brooklyn y comenzó una nueva etapa lejos del convento. Su transición fue apoyada por sus compañeras monjas, muchas de las cuales también dejaron la vida religiosa.
Braverman no guarda resentimiento hacia su pasado en la Iglesia, pues lo ve como una etapa formativa.
Luego, se casó con un hombre judío y dejó atrás la religión como parte de su vida cotidiana. Hoy, a sus 77 años, reflexiona sobre su historia con gratitud y reconoce que su paso por el convento le permitió convertirse en la mujer independiente que siempre quiso ser.