Por Elvin Castillo.– Desde sus inicios, el actual gobierno dominicano ha mostrado un interés persistente por limitar la libertad de expresión. Lo ha hecho a través de propuestas legislativas que, aunque maquilladas con discursos de modernización y regulación, apuntan a un mismo objetivo: restringir la crítica, condicionar el disenso y controlar la narrativa pública.
Este nuevo intento con el Proyecto de Ley Orgánica de Libertad de Expresión y Medios Audiovisuales es un claro ejemplo de ello. Si bien no establece penas de prisión ni sanciones penales, como se temía en versiones anteriores, sí propone un entramado regulatorio que otorga al Estado facultades para supervisar, sancionar y condicionar a los medios de comunicación, en especial a los audiovisuales y digitales.
Lo que parece, pero no lo es.
El texto reconoce formalmente la libertad de expresión como derecho fundamental. Sin embargo, introduzca cláusulas ambiguas sobre la protección de la identidad nacional, el orden público y la moral, que pueden interpretarse a conveniencia para justificar sanciones administrativas. Y aunque estas sanciones no implican cárcel, sí pueden tener un efecto intimidatorio o incluso disuasivo para medios y periodistas que no se alineen con el poder.
Como profesional de la comunicación con dos décadas de experiencia, reconozco que nuestra profesión enfrenta desafíos reales: desinformación, banalización, exceso de opinología sin base ni rigor. Pero la solución no es el control estatal, ni el silenciamiento encubierto, sino fortalecer la ética, la formación y la autorregulación.
El problema de fondo: quién regula y con qué intención
Uno de los aspectos más preocupantes del proyecto es la creación del Instituto Nacional de Comunicación (INACOM), un órgano regulador con amplios poderes de supervisión y sanción, cuyos miembros serán designados por el Poder Ejecutivo. Esta directiva tendría la facultad de intervenir en la concesión de licencias, plataformas digitales regulares, calificar contenidos y fiscalizar espectáculos públicos.
El proyecto está estructurado en 29 páginas, distribuidos en 75 artículos, organizados en nueve títulos que abarcan temas como: libertad de expresión, comunicación social, medios audiovisuales, plataformas digitales, espectáculos públicos, derechos de rectificación, régimen sancionador y disposiciones transitorias. Esta densidad normativa no solo refleja una ambición regulatoria significativa, sino también la posibilidad de un marco legal que puede ser interpretado y aplicado de forma discrecional por el poder político.
La imparcialidad de este órgano es, en el mejor de los casos, una ilusión. Quienes lo integren inevitablemente responderán a los intereses políticos del momento, a la agenda del gobierno que los nombró, ya las presiones de los actores de poder. En manos de un gobierno intolerante, esta estructura podría transformarse fácilmente en un instrumento de censura selectiva y de persecución mediática disfrazada de legalidad.
Libertad de expresión, incluso cuando incomoda
Resulta irónico y profundamente indignante que este gobierno, que accedió al poder impulsado por una libertad de expresión sin precedentes, hoy promueva mecanismos para silenciar la crítica que en su momento lo benefició. Muchos de sus funcionarios, que antes atacaban con libertad, hoy se muestran intolerantes, hostiles ante la crítica y dispuestos a usar notificaciones legales como método de presión.
En democracia, la libertad de expresión no debe estar supeditada a los intereses del poder ni a su comodidad política. Por el contrario, debe garantizarse aún más cuando incomoda, porque ahí reside su verdadero valor.
Conclusión: la defensa de la voz colectiva
Este proyecto de ley, pese a sus buenas intenciones declaradas, tiene el potencial de convertirse en un instrumento de control y censura institucionalizada. No debemos permitirlo. No porque ignoramos los problemas del ecosistema mediático, sino porque sabemos que la solución nunca puede ser limitar el derecho a opinar, disentir y denunciar.
Además, bajo el actual modelo constitucional y legislativo, quien se sienta difamado o injuriado cuenta con herramientas legales claras: puede acudir a los tribunales de la República y demandar al presunto infractor, conforme al debido proceso. Entonces, ¿por qué imponer una arquitectura reguladora tan extensa, costosa y potencialmente riesgosa? ¿Por qué sustituir el sistema judicial por un órgano administrativo, subordinado al poder político, que pueda sancionar según criterios muchas veces subjetivos?
Lo que está en juego no es solo el trabajo de los periodistas, sino el derecho de toda una sociedad a expresarse libremente, sin miedo a represalias desde el poder.