Antes de salir a la carretera, los haitianos pronuncian un pequeño mantra: «Coraje». Una palabra que, en medio de las precarias condiciones de transporte, simboliza mucho más que simple valentía. Subirse a un autobús en Haití no es solo un trayecto: es una odisea diaria marcada por la resistencia, la fe y la adaptación.
Las unidades de transporte, muchas veces antiguas camionetas o minibuses, con suspensiones casi inexistentes, transmiten cada bache directamente a los cuerpos de los pasajeros. Para viajes largos, se utilizan autobuses reconvertidos, mayormente adquiridos como autobuses escolares estadounidenses. «Queremos que nuestros pasajeros viajen con comodidad. Es un autobús, no un camión», dice Brunel, el mecánico jefe que, además de preparar los vehículos, mantiene vivas las esperanzas de llegar a destino.
La mayoría de los vehículos han recorrido más de un millón de kilómetros, pero aún se espera que puedan dar otro millón más. En un país donde el 90% de las carreteras están en mal estado, y el transporte público prácticamente no existe, los servicios privados se improvisan con los pocos recursos disponibles.
Un trayecto que pone a prueba la vida
Viajar en Haití puede significar estar ocho horas de pie, bajo un calor sofocante, sin alimentos ni agua disponible. Un boleto cuesta 15 euros, aproximadamente el salario semanal de muchos haitianos. Viajar en el techo es más barato, pero también más peligroso.
Durante el trayecto de Puerto Príncipe a Gonaives, el terreno cambia dramáticamente. Los primeros 150 kilómetros están asfaltados; los últimos 80 son de tierra, grava y rocas afiladas. Cualquier error puede reventar un neumático, cuyo costo —600 euros— equivale a cuatro meses de salario.
Las averías son frecuentes. Sin talleres cercanos, la mecánica se resuelve a fuerza de ingenio y herramientas improvisadas. Un simple gato de coche es suficiente para levantar un camión cargado de pasajeros y carbón vegetal.
Sobrevivir en movimiento
El espíritu de supervivencia de los haitianos también se refleja en las manos de los jóvenes, como un huérfano del terremoto de 2010 que aprendió a reparar neumáticos sin pegamento, usando calor y presión para sellar los parches. «Si usas pegamento, el dueño volverá pronto con el mismo problema», explica con orgullo.
Mientras tanto, los niños mendigan en las carreteras. Con padres sin trabajo y viviendo en extrema pobreza, muchos corren detrás de los camiones pidiendo algo de comida. Tres cuartas partes de la población vive con menos de dos euros al día.
El peso del carbón y la carga espiritual
Joseph, de 65 años, lleva 40 cortando leña para producir carbón, la única fuente de combustible de la mayoría del país. A pesar de la deforestación que ha borrado el 98% de los bosques haitianos, es el único sustento que le queda. Cada saco de 20 kilos debe ser cargado y transportado a pie bajo un sol abrasador hasta que llega el camión de un comprador.
Antes de cada viaje, muchos choferes invocan a los espíritus vudú. En sus altares, combinan ron, frutas y oraciones católicas con ritos ancestrales africanos. La fe, mezclada con la necesidad, se convierte en combustible espiritual.
Una ruta llena de obstáculos
El trayecto a Gonaives continúa con más peligros: animales sueltos, frenos deficientes y curvas que podrían tragarse vehículos enteros. «La curva del maíz», como la llaman algunos, es uno de esos puntos donde el mínimo error puede ser fatal.
A tener en cuenta
En Haití, moverse es un acto de coraje, ingenio y resiliencia. No se trata solo de llegar, sino de sobrevivir al camino. Entre baches, espíritus, motores viejos y sueños aún más persistentes, el pueblo haitiano sigue avanzando, kilómetro a kilómetro, aferrado a la vida y a la esperanza.