La ciudad de Santiago, como muchas otras, vive un proceso constante de transformación. Donde antes florecían árboles, casas señoriales y recuerdos, hoy se levantan plazas comerciales, hoteles y estructuras verticales. En un reciente recorrido a pie por la avenida Juan Pablo Duarte, se revelan las huellas de un Santiago que poco a poco desaparece bajo el peso del cemento y el olvido.
Desde el colegio Sagrado Corazón de Jesús parte esta caminata. A pocos pasos, se alzan todavía algunos ejemplares del avellano, una planta asiática que, aunque odiada por algunos por no ser nativa, ofrece una sombra fresca y generosa. Lamentablemente, ya casi todas han sido taladas. Estas pocas sobrevivientes son testigos silenciosos de una ciudad que cambia de piel.
Al cruzar la calle, surgen imágenes del pasado: la antigua pizzería Roma, un clásico de los años 80, donde ahora una plaza ocupa el terreno que alguna vez perteneció al colegio Sagrado. Muy cerca, la actual Escuela de Bellas Artes ocupa una propiedad cargada de historia. Fue construida por el alemán Richard Solner, fundador de la fábrica de cigarros La Habanera, antes de que el régimen de Trujillo se apropiara de ella tras su exilio forzado.
El paseo sigue entre solares vacíos, árboles centenarios y casas abandonadas. Muchas de estas propiedades fueron residencias de familias acaudaladas, hoy reducidas a ruinas o engullidas por la urbanización. Una en particular, ahora en abandono, fue incluso un centro médico, aún visible en los restos de su fachada.
Más adelante, aparece la entrada de la urbanización Cerro del Castillo, y a su lado, otra propiedad con abundante vegetación y aire melancólico. Entre las sombras de las casuarinas, se oculta la historia no contada de clínicas, residencias y sueños olvidados.
Frente a la entrada de la SLE, un pequeño detalle arquitectónico resalta entre lo que queda de la antigua entrada. Cerca se encontraba la famosa Villa Pancha, una de las propiedades más exclusivas de la ciudad, perteneciente a don Gustavo Tavares. Allí nació el restaurante italiano Il Pasticcio, cuyo letrero aún resiste el paso del tiempo.
El recorrido finaliza en el Instituto Evangélico, el colegio más grande de Santiago, que ocupa una cuadra entera. Justo al lado, el majestuoso samán del Ayuntamiento, con raíces que parecen sostener las memorias del lugar. Enfrente, la estatua de Juan Pablo Duarte, que da nombre a la avenida, nos recuerda que este espacio antes se llamaba Avenida Franco Bidó, en honor a un héroe de la batalla de la Sábana Larga en 1856.
Hoy, muchas de esas propiedades antiguas han sido vendidas, demolidas o transformadas. Algunas aún resisten, como fantasmas del pasado. Pero el avance del «progreso» es implacable. Donde hubo verdor, ahora hay concreto. Lo verde cede ante lo gris. Las memorias, si no se documentan, se pierden.
Este paseo es una invitación a mirar con otros ojos nuestras calles. A detenernos, aunque sea un momento, y preguntarnos: ¿qué ciudad queremos dejar a las futuras generaciones?