Por Elvin Castillo: En la historia reciente de la República Dominicana, hemos sido testigos de una transformación profunda y preocupante del ejercicio político. La legitimidad que antaño se forjaba con base en el mérito, el compromiso social, la formación intelectual y la cercanía con el pueblo, ha sido sustituida por una lógica mercantil donde el dinero se ha convertido en el principal, y a veces único, determinante del ascenso al poder.
Hoy, en lugar de ideas, se imponen presupuestos. En vez de propuestas, reinan las campañas millonarias. El esfuerzo y la trayectoria han sido desplazados por la inversión, y el servicio a la comunidad ha sido reemplazado por la promoción personal. En ese contexto, la política ya no parece una vocación de vida, sino un emprendimiento más, dirigido con criterios de rentabilidad, retorno y visibilidad.
Quienes aún recordamos las luchas sociales de José Francisco Peña Gómez, los círculos de formación política de Juan Bosch o la firmeza nacionalista del doctor Balaguer, no podemos evitar sentir una profunda melancolía. Aquellos espacios donde se gestaban sueños colectivos, donde la política era sinónimo de sacrificio y visión, han sido sustituidos por influencers , bots, agencias creativas y asesores de imagen. La militancia ha sido suplantada por el espectáculo.
No se trata de oponerse al uso de nuevas herramientas de comunicación o a la modernización de la política, sino de cuestionar su vacío ético, la escasa formación y su desvinculación humana. La tecnología no es el problema; el problema es cuando se convierte en un sustituto del contacto real con la ciudadanía. El marketing puede ser útil, pero no puede convertirse en el único contenido.
Peor aún, este deterioro ha abierto la puerta a un fenómeno alarmante: la infiltración de personas con fortunas de dudosa procedencia, vinculadas al narcotráfico y a actividades ilícitas, que han visto en la política un refugio ideal para lavar su imagen, escudarse de la persecución judicial y legitimar capitales. Lo más grave no es solo su presencia, sino la anuencia directa o indirecta pero igual de comprometedora de los partidos políticos y de la propia Junta Central Electoral, que han permitido su participación sin exigir el más mínimo filtro ético ni rendición de cuentas real. La política ha pasado de ser una plataforma para servir al pueblo, a convertirse en una lavadora de respetabilidad para quienes menos lo merecen.
A este cuadro se suma otra distorsión igual de peligrosa: el financiamiento silencioso pero determinante de grandes grupos empresariales que apadrinan campañas presidenciales, congresuales y municipales con un interés claro: asegurarse una cuota de poder futuro. Estos aportes no son donaciones desinteresadas; son inversiones políticas. Y, como toda inversión, esperan un retorno.
Ese retorno se manifiesta en contratos millonarios, adjudicaciones sin competencia real, exenciones fiscales desproporcionadas, modificaciones legales a la medida y un trato preferencial en las decisiones del Estado. De esta manera, muchos presidentes y funcionarios electos terminan no gobernando para el pueblo, sino respondiendo a quienes financiaron su ascenso. La política deja de ser un ejercicio de representación para convertirse en un acto de subordinación. El poder público se privatiza y los políticos se convierten en los hechos en empleados de quienes los financiaron.
Los nuevos liderazgos que emergen sin experiencia comunitaria, sin trayectoria de lucha y sin raíces sociales profundas, suelen depender de estas estructuras artificiales, de narrativas construidas por terceros y de un vínculo ficticio con el pueblo. Y aunque puedan lograr ciertos éxitos inmediatos, son proyectos frágiles, incapaces de resistir el juicio del tiempo.
Vivimos, como diría Zygmunt Bauman, en una modernidad líquida: relaciones efímeras, compromisos blandos, verdades instantáneas. Pero incluso en este contexto, subsiste una porción importante de ciudadanos que cree, que recuerda, que valora la coherencia, la humildad y la autenticidad. Una ciudadanía que, aunque decepcionada, no ha renunciado del todo a la esperanza.
La compra de conciencias, por más efectiva que parezca, tiene un alto precio. El político que llega al poder por dinero pierde su autoridad moral para reclamar respeto, y muchas veces termina siendo víctima del mismo sistema que lo encumbró. Porque quien paga, luego exige. Y quien se vende, pierde derecho a exigir lealtad o reconocimiento.
Por eso, los proyectos políticos que aspiren a perdurar deben enraizarse en lo humano. Deben volver al territorio, al diálogo directo, al compromiso sin condiciones. Necesitan menos escenografía y más contenido. Menos bots y más rostros. Menos ambición personal y más vocación pública.
La política no puede seguir siendo un espectáculo ni una sucursal del sector privado. Debe recuperar su esencia como instrumento de transformación social. Porque si se convierte en un negocio, el pueblo deja de ser sujeto y se convierte en mercancía. Y una democracia donde se negocia todo, incluso la dignidad, está condenada al colapso.
Claro está, aún existen sus honrosas excepciones. Hay mujeres y hombres que han resistido la tentación del dinero fácil, que hacen política con principios y vocación de servicio. Pero esas excepciones no ocultan una realidad: hay un vacío de liderazgo ético enorme en el país. Por eso, desde esta tribuna, exhorto al pueblo dominicano especialmente a los más jóvenes a no conformarse con lo que el sistema les impone. Busquen, apuesten y apoyen a líderes que se parezcan a ustedes, que hablen su lenguaje, que vivan sus mismas realidades, que estén donde ustedes están y que no aparezcan solo en campaña. Líderes cuya credibilidad no se mide en promesas, sino en su historia y en sus acciones.
Sólo así volveremos a creer. Y solo así volverá a tener sentido la política.