En una conversación íntima y cargada de anécdotas, el reconocido cineasta dominicano Alfonso Rodríguez reveló no solo su trayectoria profesional, sino también las luchas internas, sociales y financieras detrás de sus proyectos más emblemáticos, como la película Junior. Lejos de ser una historia de éxito convencional, su carrera ha estado marcada por una férrea convicción de que el cine puede —y debe— servir como espejo de la sociedad.
Rodríguez confesó que Junior, a pesar de ser una obra con fuerte crítica social, representó una pérdida económica de más de 8 millones de pesos. “La gente pide películas con contenido, pero no las va a ver. Hicimos Junior y fue un fracaso en taquilla”, relató. Sin embargo, más allá del balance financiero, para él la experiencia fue una reafirmación de su vocación artística y social.
Tras ese revés, Bonetti —su socio— le propuso retomar la comedia como forma de recuperar lo invertido. La industria cinematográfica, según explicó, sigue siendo esclava del gusto popular: “Cuando no haces comedia, pierdes dinero. La crítica social, aunque necesaria, no llena salas”.
Rodríguez no es un improvisado. Su camino empezó con estudios en cine y televisión en California, luego de romper con el destino que su familia le tenía trazado como heredero de una vida acomodada vinculada al sector agrícola. Su decisión de estudiar en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), y más tarde en Berkeley, lo expuso a realidades que marcaron su visión artística. “Yo era un hijo de rico que nunca había cogido lucha. Pero cuando estudié en la UASD, empecé a ver la otra cara del país”, explicó.
Esa inmersión en el “otro lado” se tradujo directamente en sus obras. Una escena de Junior, en la que le roban las gomas a un joven de clase alta mientras visita un barrio, fue tomada de una experiencia personal. “Eso me pasó a mí. Y lo llevé al cine”, dijo con franqueza.
Más allá de sus películas, Rodríguez ha sido pieza clave en la creación y evolución de la Ley de Cine dominicana, que ha permitido el crecimiento de la industria local. Hoy, gracias a esos esfuerzos, existen al menos cinco universidades que imparten la carrera de cine, y decenas de nuevos talentos están surgiendo. “Cuando comenzamos éramos cinco locos. Ahora hay más de 70 directores jóvenes haciendo cine en el país”, afirmó.
También celebró el talento técnico y humano que caracteriza al personal dominicano, lo que ha convertido al país en un destino codiciado por producciones extranjeras. “Aquí la gente trabaja con una sonrisa, sin sindicatos que te atrasen el rodaje como en otros lugares. Eso vale oro para Hollywood”.
Pero Rodríguez no esconde las contradicciones del negocio: “Hay que hacer películas comerciales para sobrevivir, aunque uno quiera hacer cine que remueva conciencias”. Aun así, ha dirigido proyectos como Cáncer, un asesino silencioso, que promovió el chequeo temprano del cáncer de mama, y que el propio Instituto Oncológico reconoció como herramienta de concienciación.
Hoy, Alfonso Rodríguez sigue combinando la pasión con la pragmática necesidad de complacer al mercado. Su vida es un testimonio de lucha entre lo que se quiere decir y lo que el público quiere oír. Pero si algo ha dejado claro es que, con pérdidas o ganancias, seguirá apostando por un cine que no solo entretenga, sino que también incomode, despierte y transforme.