
En la República Dominicana es difícil caminar por una ciudad sin tropezar —literal o simbólicamente— con un Juan Bosch, un José Francisco Peña Gómez o un Joaquín Balaguer: puentes, avenidas, estaciones del metro, parques y hasta aeropuertos. A primera vista parece un reconocimiento a figuras centrales de nuestra historia política; pero al mirar con más cuidado, aparece un patrón que merece crítica: la repetición casi exclusiva de los mismos nombres revela más lógica partidista que memoria plural.
Tomemos un ejemplo claro y palpable: el Aeropuerto Internacional Las Américas figura oficialmente con el nombre de Dr. José Francisco Peña Gómez. Una infraestructura aérea de primer orden lleva el nombre de un líder político valioso para la democracia dominicana, pero que no tuvo relación directa con la aviación ni con la gestión aeroportuaria. El gesto puede ser simbólico —y válido—; el problema surge cuando ese simbolismo se convierte en la regla, y el repertorio de honras se encasilla en tres o cuatro figuras según el color político del gobernante de turno.
No es que Bosch, Peña Gómez o Balaguer no merezcan reconocimiento. Juan Bosch fue presidente, escritor y referente intelectual; Peña Gómez fue líder popular y figura clave del PRD; Balaguer gobernó largas décadas y dejó huella en infraestructura y política. Pero cuando las plazas, puentes y avenidas se nombran casi siempre con el mismo trío —o variantes del mismo— se generan dos efectos preocupantes: se invisibilizan otras contribuciones (mujeres, artistas, científicos, líderes comunitarios, héroes locales) y se politiza la memoria pública, usándola como botín simbólico del partido en el poder.
Ejemplos concretos abundan. En Santo Domingo y otras ciudades encontramos el Puente Juan Bosch, avenidas y calles llamadas Joaquín Balaguer, estaciones del Metro dedicadas a líderes políticos y desarrollos urbanos —como la Ciudad Juan Bosch— cuyas calles están asociadas a la figura del expresidente. Estos no son casos aislados; forman parte de una práctica institucionalizada de “poner nombres” que rara vez consulta el sentido local o la diversidad ciudadana.
La politización del espacio público afecta la convivencia democrática. Cuando el cambio de gobierno se traduce en cambios toponímicos o en la monopolización simbólica de los honores, la ciudad pierde riqueza y memoria plural. La política de nombres debería ser, por el contrario, una oportunidad para educar y democratizar la memoria: explicar por qué se nombra, cómo se elige, y abrir procesos participativos que incluyan a las comunidades afectadas. No es lo mismo que una calle honre a una figura por consenso ciudadano que por decreto o impulso partidario.
¿Qué proponemos?
- Reglas transparentes: crear criterios públicos para nombramientos (contribución al bien común, vínculo con la obra o el lugar, diversidad de género, regiones y oficios).
- Participación ciudadana: consultas locales antes de decisiones permanentes.
- Rotación y pluralidad: alternar honores entre figuras nacionales y locales —maestras, sanadores comunitarios, científicos, deportistas, artistas— para reflejar mejor la sociedad.
- Contextualizar, no imponer: incluir en las placas una breve biografía que explique por qué se eligió ese nombre.
En suma: reconocer a Bosch, Peña Gómez y Balaguer tiene sentido —de eso no hay duda—, pero convertirlos en la única narrativa toponímica empobrece la ciudad y la historia colectiva. Si queremos una memoria pública democrática, debemos diversificar los nombres y democratizar el proceso que los produce. La calle, la plaza y el puente deberían contar muchas historias, no solo las que repiten la letanía de los mismos próceres según quién gobierne.