Filipinas

Cebú (Filipinas). Cientos de niños y adultos, con mensajes de socorro en mano, flanquean la carretera que lleva al norte de Cebú, una región de Filipinas duramente azotada por el tifón Haiyan, pero que ha pasado desapercibida debido a la gran tragedia de la ciudad de Tacloban.



«¡Ayuda, por favor!», «Necesitamos agua y comida» o «Tenemos hambre» son algunos de los mensajes que se pueden leer en los improvisados carteles que sujetan con paciencia los residentes de la zona y que agitan frenéticamente al paso de cada coche.

A diferencia de la calzada que dirige a la ciudad de Tacloban, la carretera hacia el norte de Cebú ha quedado prácticamente despejada por completo pocos días después del tifón, pero por ella pasa muy poca ayuda humanitaria.



Aunque no se han registrado tantas muertes, miles de hogares han quedado destruidos en el norte de Cebú por los intensos vientos, que también han arrasado los campos de cultivo, los frutales y numerosos barcos de pesca de los que tanto dependen los residentes de esta zona rural.

«Nos hemos quedado sin nada. No tenemos casa, ni comida, ni agua», cuenta a Efe Marcelina Amadeo, una abuela que acoge en su humilde hogar, ahora inhabitable, a una decena de niños.

«Ahí vivíamos doce personas», dice apuntando al suelo, donde están amontonados los cuatro paneles hechos con palmeras que suelen formar las paredes de las casas filipinas tradicionales.

Una de sus vecinas, Susana Morales, explica exasperada que ella y su familia están en la misma situación y no tienen dinero porque su marido ha tenido que dejar de trabajar para dedicarse al arreglo de su casa, que también quedó destruida por Haiyan, el cual afectó a más de 10 millones de filipinos.

«Aquí estamos todos igual. Unos miembros de la familia se dedican a reconstruir la casa, mientras los niños generalmente se ponen en la carretera a pedir ayuda, por si los coches que pasan nos pueden dar agua o un poco de comida. Lo que sea», concluye.

Hasta las iglesias en esta zona de Filipinas, un país fervientemente católico, están prácticamente desiertas.

Sólo dos ancianas se encuentran dentro de la iglesia de San Remigio, cuyos bancos de madera han quedado completamente cubiertos de vigas de hierro retorcidas, paneles de madera de las paredes y cristales hechos añicos.

«El Gobierno sólo nos ha dado 2 kilos de arroz, y eso únicamente nos da para un desayuno, una comida y una cena. Un día. Y después, ¿qué se supone que tenemos que hacer?», exclama la filipina Genoveva Avalde.

Mientras, en el pueblo costero de Daanbantayan, donde el tifón volcó al menos ocho barcos y mató a siete marineros, el paisaje es de desolación, con viviendas desmoronadas y embarcaciones destruidas.

La vivienda de Sosima Buchon, que reside a escasos 3 metros del mar, sufrió las consecuencias de Haiyan, pero ella pudo refugiarse en la casa de ladrillo de un vecino.

«Después del tifón, salí a la calle y vi que mi casa, literalmente, ya no existía. En esos momentos no sabes si reír o llorar, porque parece increíble que pueda pasar algo así», afirma Buchon.

Su marido, Victor, que vive de la pesca, se quedó sin redes, con lo que la pareja ya no tiene medios para subsistir.

Buchon asegura que para salir adelante ella trabajará limpiando, aunque de momento tendrá que seguir viviendo en casa del vecino hasta que consigan comprar materiales para una nueva vivienda.

«Pero ahora mismo es imposible que nos construyamos otra. Ni siquiera tenemos agua ni comida», explica Buchon.

«El problema es que nunca vamos a tener suficiente dinero como para construir una casa de ladrillo, con materiales pesados, y el próximo tifón que venga se volverá a llevar nuestra casa», concluye.

En el lento recuento oficial de víctimas, las autoridades hablan de 2.275 muertos, 3.300 heridos y casi 7 millones de afectados a causa del tifón, que asoló Filipinas el pasado viernes.