La dieta de la Zona, la paleolítica, la de los alimentos verdes, la macrobiótica, la Atkins, la disociada, la hipocalórica de toda la vida… da igual el régimen que se siga, la mayoría de ellos terminan fracasando. “Y por lo general, no es por falta de voluntad”, asegura la doctora Reina García Casas, autora, junto a Alejandro Lorente, del libro EmoDieta. Según estos dos especialistas, lo que muchos de nosotros no sabemos es que a menudo la causa de ese círculo vicioso (dieta-fracaso-efecto yoyó- dieta) es el factor emocional, ya que las emociones tienen un papel crucial en nuestra forma de comer. “De poco sirve seguir una dieta perfecta si no sabemos por qué comemos mal, y si nos faltan las herramientas o los recursos necesarios para manejar la ansiedad, los nervios, el estrés, la soledad o los estados depresivos. Las emociones mal manejadas -y no otros factores, remarca García Casas- suelen ser quienes nos inducen a comer de forma incorrecta e incontrolada, y motivo por tanto de que la mayoría de los regímenes fracase”, aseguran.

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En las emociones está, pues, la clave, coinciden estos dos especialistas en Nutrición. Y para ello habría que comenzar por mirar el recorrido vital único y los antecedentes personales, familiares, sociales y clínicos que han marcado la relación de la persona obesa o con tendencia a engordar con la comida, desde su más tierna infancia. “No se puede mirar para otro lado. Debemos identificar nuestros patrones de conducta alimentaria y de dónde vienen nuestras peculiaridades… ¿De nuestra madre, de nuestro padre, de nuestro estrés en el trabajo, de nuestra forma de ser excesivamente complaciente? Solo de este modo será posible abordar con éxito las raíces del sobrepeso, como comento, frecuentemente asociado a factores emocionales”, explica Lorente.

—Si la clave de por qué estamos gordos está en las emociones, ¿cómo detectamos cuál es nuestro motivo personal?

—Deberíamos empezar por valorar nuestras propias características personales, nuestro estilo de vida y nuestros problemas en la esfera de lo social, laboral y familiar. Se trata de aprender a comer bien, pero también de poner énfasis en el conocimiento de la persona. No se puede generalizar. Los nutricionistas están acostumbrados a tratar a sus clientes como si todos respondieran a un mismo patrón. Es decir, lo que suelen hacer es aconsejar una reducción calórica, que variará según el tipo de dieta, y ejercicio. Todo eso, ciertamente, es adecuado. Pero deberían considerar también las singularidades mentales y vitales de las personas que acuden a sus consultas. De poco sirve suministrar al paciente unas normas dietéticas, por muy acertadas que estas sean si, además, no se le ofrecen herramientas, instrumentos y habilidades para enfrentarse a las emociones con el fin de que evitar que recurrir a la comida como forma de consuelo, premio o recompensa fácil e inmediata si tiene un contratiempo. Mente y cuerpo: hay que atacar desde los dos frentes.

—Adelgazar es una de las tareas más difíciles que existen en este mundo.

—Es difícil sí, pero por eso mismo hay que empezar por despedirse definitivamente de todo tipo de excusas y autoengaños. Hay que saber reconocer los distintos tipos de excusas, como cuando nos decimos a nosotros mismos frases del tipo “trabajo mucho, ahora no puedo, estoy muy estresado, estoy agobiado, mejor el mes que viene…”; o familiares… “con los niños, mi pareja, mis padres… es muy difícil”; sociales: “con los niños, mi pareja, mis padres, me es muy difícil”, o existenciales: “la comida rápida es más barata y me la preparo en un momento”, “adelgazar es caro”, “de algo hay que morir, quiero ser feliz”, “mi abuela murió a los 95 años y siempre fue obesa”, “total, si ya nadie me mira, es el único placer que me queda”… Este diálogo interno debe desaparecer poco a poco de nuestra cabeza.

—Si nos centramos en las emociones, ¿qué ocurre con las calorías, las cantidades, las mezclas, o las separaciones en el plato?

—Más que de la proporción de nutrientes, nos hemos de preocupar de la calidad de los mismos. Es decir, lo importante es que aprendamos a diferenciar entre las diversas fuentes de nutrientes: grasas «malas» y de grasas buenas, de proteínas malas y de proteínas buenas, de hidratos de carbono malos y de hidratos de carbono buenos.

—De forma general, ¿cuáles serían sus recomendaciones sobre los alimentos buenos?

—A grandes rasgos, es esencial seguir las siguientes pautas alimenticias: Escoger alimentos integrales y mínimamente procesados, vegetales (de gran variedad de colores, pero no patatas), tomar cereales integrales (trigo integral, avena no procesada, arroz integral y quinoa), y frutas enteras (no zumos); frutos secos, legumbres (incluida la soja) y otras fuentes saludables de proteínas (pescado y carnes blancas, como el pollo, el pavo o el conejo), y utilizar aceite de oliva, preferiblemente extra y de la primera presión en frío. También, claro está, beber agua, y otras bebidas naturalmente sin calorías (té, infusiones y café).

—¿Y cuáles son los alimentos que, a su juicio, deberíamos evitar?

—Mejor limitar el consumo de bebidas azucaradas (bebidas refrescantes, zumos de fruta, bebidas para deportistas), zumos de fruta naturales (no más de un vaso pequeño al día), cereales refinados (pan blanco, arroz blanco, pasta blanca, cereales refinados) y dulces; patatas, especialmente fritas, pero también de otro tipo; carnes rojas (buey, cerdo, cordero) y, sobre todo, procesadas (bacón, salchichas, embutidos), y otros alimentos muy procesados del tipo de los snacks, precocinados industriales congelados, o comida rápida.

—¿Se mantiene el dicho que reza lo siguiente: “Desayuna como un rey, come como un príncipe y cena como un mendigo”?

—Si, este dicho refleja una gran sabiduría popular. Parece ser que el organismo aprovecha más la energía de los alimentos que se consumen por la noche que los que se consumen por la mañana. Es decir, si comemos más por la noche, tendremos más tendencia a engordar. Tiene su lógica pensar que durante la mañana debemos comer más para disponer de la energía y los nutrientes necesarios para poder realizar eficientemente las actividades físicas e intelectuales que se tienen que realizar a lo largo del día y rendir al máximo. Por contra, numerosos estudios muestran que saltarse el desayuno o desayunar poco y mal disminuye el rendimiento físico e intelectual por la mañana.

—Pero para poder desayunar bien, se ha de cenar ligero, y si uno se acuesta tras una cena pesada, solo será capaz de tomarse un café. Los horarios tampoco ayudan…

—En este sentido es un problema que tenemos respecto de los países anglosajones. Debido a nuestros horarios laborales, que se prolongan frecuentemente hasta las 6 o las 8 de la tarde, solemos cenar muy tarde, entre las 9 y las 10 de la noche, y muchas veces, poco antes de acostarnos. Lo ideal sería intentar cenar no más allá de las 9, así como también levantarse con tiempo para tomar un buen desayuno.

—¿Por qué se recomienda tantas veces comer despacio?

—Porque la señal de saciedad tarda en llegar al cerebro desde el tubo digestivo por lo menos 20 minutos. Por eso, si comemos muy rápido, probablemente tomaremos más alimentos de los que necesitemos antes de sentirnos saciados. Por eso es importante tratar de comer conscientemente. Es decir, lentamente, masticando bien y prestando plena atención al acto de comer, percibiendo el aspecto de los alimentos, su temperatura, su color, olor, sabor… Un truco es llevarse a la boca pequeños bocados y dejar los cubiertos sobe la mesa entre bocado y bocado, mientras se mastica lentamente.

—¿Nos recomienda algún otro truco de buen comedor (en el mejor sentido de la palabra)?

—Puede parecer irrelevante, pero lo cierto es que el ritual que acompaña al acto de la comida es también importante para comer menos, disfrutar más y no engordar. En este sentido, es importante poner bien la mesa, presentar bien los alimentos que se vayan a tomar y no ponerlo todo en la mesa a la vez, sino ir trayendo los platos uno a uno. Lo que de verdad aconsejamos es no comer en el sofá delante de la tele encendida…

—Por último, ¿qué pesan más, los genes o el ambiente?

—Es evidente, ciertamente, que si nuestros padres y abuelos nos han legado unos genes «ahorradores» que nos predisponen a engordar, nada podemos hacer por cambiar esa herencia. Sin embargo, si podemos modularla. En este sentido, la evidencia científica muestra que es posible compensar una mala predisposición genética con unos buenos hábitos de vida. De hecho, la herencia genética no ha de desanimar. Esta es la buena noticia: pesan más los hábitos que los genes.
 
Fuentehttps://www.abc.es