ATLANTIC CITY. El museo de Atlantic City ofrece un pequeño regalo a los pocos curiosos que lo visitan estos últimos días: un imán rosado con la leyenda «AC, No deje de creer», frase con la que busca enfrentar la tristeza y preocupación provocadas por el cierre de cuatro de sus 12 casinos.
Este martes, el Trump Plaza, construido en 1984 junto al océano, se convirtió en el cuarto casino en cesar sus actividades, luego del Atlantic Club el 13 de enero, el Showboat el 31 de agosto y el Revel el 4 de septiembre.
Un quinto casino, Trump Taj Mahal, acaba de declararse en quiebra y también podría cerrar en noviembre.
Unos 8.000 empleos han desaparecido, sobre un total de los 32.000 que tenían los casinos de la ciudad situada en Nueva Jersey (este), a dos horas en auto de Nueva York.
«Es la reducción más grande de empleo que he visto en los 40 años que estudio el sector», dice a la AFP Izzy Pozner, un experto en los negocios de juegos de azar de la Universidad Richard Stockton de Nueva Jersey.
Y no son sólo los puestos directamente perdidos: «Los efectos son mucho más amplios», agrega, explicando que muchas tiendas y servicios dependen de la actividad de los casinos.
Atlantic City tuvo durante cerca de 30 años el monopolio de los casinos en la costa noreste de Estados Unidos. En 2006, ese negocio generaba ingresos anuales por 5.200 millones de dólares, según Pozner.
Pero luego se abrieron casinos en los estados vecinos de Maryland, Pensilvania, Connecticut y Nueva York, a menudo cerca de las grandes ciudades.
«Los casinos se han sextuplicado en el noreste» de Estados Unidos, señala a la AFP Robert McDevitt, presidente de un sindicato local que agrupa a los trabajadores del sector.
Con este panorama desalentador, Atlantic City lucha para sobrevivir. En los ocho primeros meses del año, los ingresos de los casinos cayeron aún un 6,3% con respecto al mismo periodo de 2013 (1.840 millones de dólares contra 1.970 millones), de acuerdo con cifras oficiales de Nueva Jersey.
– Un ambiente surrealista –
En el paseo peatonal costero, los bicitaxis de mimbre esperan en vano por clientes. «Mañana se acaba, abandono. Busco otra cosa», dice Islord Milice, un haitiano de 20 años, con los brazos cruzados apoyados sobre su «rickshaw».
En «One stop», la tienda de ropa que tiene desde hace 20 años, Abid Gayyum, un paquistaní, cuenta que su facturación bajó entre 35 y 40% este año.
«Muchos comercios cierran, mucha gente se va» afirma. De su lado, intenta renegociar el alquiler de su tienda.
Unas horas antes del cierre del Trump Plaza, en el inmenso casino de gruesas alfombras floreadas, flotaba un ambiente surrealista.
En la puerta del café «24 Central» había un mensaje de adiós para agradecer a los clientes. Casi todos los restaurantes estaban cerrados. En la sala del casino ya se habían desmontado máquinas tragaperras. Había pocos clientes, a menudo con el rostro triste.
Trabajando por una última vez en su habitual mesa de ruleta, Mychele Nydegger, una crupier de 62 años, no podía ocultar su preocupación. «Mañana voy a dormir todo el día», dice. ¿Y Después? «No sé», responde.
«He pasado aquí 24 años, otros han estado 25 o 30 años, casi la mitad de nuestras vidas. Y ahora nos echan a la calle. Es realmente triste», confiesa.
Mychele explica que no quiere mudarse a otro estado para encontrar trabajo. Si no es en los casinos de Atlantic City, está dispuesta a buscar «cualquier empleo».
Según Robert McDevitt, cuyo sindicato tenía previsto abrir el miércoles por tres días un «centro de recursos» para las personas despedidas, solo un tercio de éstas se reinsertará laboralmente en una ciudad en la que un cuarto de la población vive por debajo del umbral de pobreza.
«Un tercio se irá a otro lado y un tercio se jubilará», estima.
Razones no faltan para la melancolía en Atlantic City, cuyo prestigioso pasado a principios del siglo XX con grandes hoteles junto al mar, espectáculos e innovación es exhibido con orgullo en el pequeño museo de historia.
«Quizás el cambio puede ser positivo. En el pasado, Atlantic City siempre fue capaz de intentar algo nuevo», afirma su coordinadora Beth Ryan mientras ofrece de manera gentil un imán rosado a una jubilada nostálgica.