En el segundo subsuelo del Casino del Hipódromo de Palermo, un miércoles al mediodía, sólo se distingue una espalda encorvada de remera, jogging y zapatillas grises. Su mirada está concentrada en el juego. La mujer tiene cerca de 65 años y está a medio sentar en su butaca, con el pie izquierdo apoyado en el piso. Como un pulpo esperando para cazar a su presa, apuesta en dos máquinas tragamonedas en simultáneo: de esas viejas, en las que hay que acertar tres números 7 del mismo color. Es un clic, clic, clic acompasado, decidido. Obsesivo.



Superpoderosas, invencibles, intocables. Así se sienten las mujeres cuando están frente a una tragamonedas. Creen que las dominan, que las conocen mejor que nadie, y por eso llegan a dedicarles más tiempo que a cualquier otro vínculo en su vida. Así, entablan una especie de enamoramiento, de preferencia, de ritual de seducción.

Ese es el perfil de las personas adictas a las maquinitas: son, en su mayoría, mujeres de más de 50 años que se sienten solas, tienen problemas emocionales, están atravesando un duelo o simplemente necesitan «pasar el rato».



Cada una tiene «su» máquina. Le hablan, la acarician, la besan. Tienen cábalas. Le prometen cosas, le dejan estampitas, le ponen azúcar. La abrazan cuando les da algún premio. Mientras están ahí adentro, mirada con mirada, piel con piel, no hay lugar para nadie más, ni para los problemas, ni las angustias, ni la soledad. Ahí se sienten acompañadas.

De acuerdo con las estadísticas de la línea de atención gratuita del Programa de Prevención y Asistencia al Juego Compulsivo de la provincia de Buenos Aires, de enero a junio de este año, el 80% de las personas juega a las tragamonedas. El resto se divide entre ruleta (10%), bingo (2%), póquer/blackjack/punto y banca (2%), quiniela (1%) y otros (5%). En relación con la frecuencia, el 52% juega de forma diaria. Si bien también juegan hombres o mujeres más jóvenes, todos los especialistas señalan que en su mayoría son mujeres grandes.

«Cuando entraba a jugar tenía una sensación orgásmica. Yo me sentaba frente a mi máquina y me sentía superpoderosa», confiesa Cristina, de 60 años, al recordar el agujero negro en el que estuvo encerrada durante 10 años: la adicción a las tragamonedas.

Mariela Coletti, psicoanalista y fundadora de Entrelazar, cuenta que «la máquina se personaliza, cobra vida, y vos, humano, te convertís en una maquinita que apuesta de manera repetitiva y sin pensar. Es una relación amorosa y autoerótica. La máquina es tu partenaire. Produce un efecto hipnotizante y una suspensión del pensamiento. Es un paréntesis».

Evadirse. Evitar sentir. Esto es, fundamentalmente, lo que buscan. Que nadie las mire, les pregunte por qué están solas, si están bien. Empiezan a mentir, a inventar excusas, a faltar horas en su casa, a sacar plata de donde sea. Encerradas en casinos sin ventanas, sin relojes, en modo off, prefieren pasar horas y hasta días, sentadas frente a una máquina que les promete bonus, jackpots y grandes premios.

Posibles detonantes


Problemas de pareja, familiares, o vinculares. Infidelidades, separaciones, el síndrome del nido vacío, la viudez, una mudanza, la pérdida de un trabajo o la llegada de la jubilación son todos detonantes que pueden activar la adicción a las maquinitas. En el caso de las mujeres, suelen preferir los bingos, las tragamonedas y las agencias de quiniela.

Liliana comenzó a jugar en forma social. Era viuda y cuando sus hijos empezaron con las salidas adolescentes, la invitaron a cenar a un bingo porque era barato.

«Yo soy una persona muy tímida y nunca me animé a salir sola. Ahí me sentía cómoda porque nadie me iba a juzgar porque estaba sola o no tenía marido. Y así empecé a jugar por diversión con mis amigas. De a poco, empecé a ir sola», cuenta esta mujer, que hoy tiene 54 años.

Es docente, y entre escuela y escuela trataba de escaparse para ir a jugar. Nunca se fue con plata. Y las veces que ganó, volvió a perder apostando.

«Yo creía que me iba a volver loca porque no podía parar de jugar. Mis hijos salían un sábado a la noche, yo hacía que me acostaba y después me iba al casino. Lo máximo que estuve fueron 14 horas. Cuando agarraba la maquinita no iba ni al baño porque en cualquier momento me iba a dar el premio», confiesa Liliana.

¿Cómo llegan? El casino o el bingo son lugares agradables, se come barato y se puede ir con amigas (todas arrancan yendo socialmente). Y las tragamonedas tienen todos los condimentos necesarios para «enganchar» al cliente: es un juego fácil, barato, de alta velocidad, sensorial porque tiene una pantalla con colores, ruiditos, y es muy solitario.

«¿Cuál es el primer juguete que le regalamos a un bebe cuando nace? Los sonajeros de colores y ruidos. Para los adultos, los sonajeros son las maquinitas», sostiene Susana Calero, psiquiatra, reconocida especialista en adicciones y asesora en asistencia, capacitación e investigación en la Lotería de la Ciudad de Buenos Aires.

También ofrecen la posibilidad de reinvertir ganancias de forma inmediata: tiene el tiempo más breve entre la apuesta y el resultado. «Comparado con otros juegos, en las maquinitas es de 2,5 a 5 segundos y en la ruleta es de 5 minutos. Además, les aparece un cartel que dice que casi ganan, y eso las motiva más», expresa la psicoanalista Débora Blanca (su página web www.deborablanca.com tiene información sobre ludopatía), especialista en adicciones al juego.

La desesperación por quedarse «pegadas» a las tragamonedas por miedo a que otro se gane el fruto de su esfuerzo las lleva a deshumanizarse: no van al baño, algunas usan pañales, no comen ni toman nada. «Hay mujeres que rompieron bolsa frente a las máquinas y no las podían llevar a parir. Te dicen: ¿cómo voy a dejar la máquina que está caliente y está por dar un premio? Lo que buscan no es adrenalina, sino no interrumpir el juego», dice Blanca.

Un palazo en la nuca. Ese efecto es el que sentía Cristina cuando caía en la cuenta de que había perdido todo. Y ahí arrancaba la contracara del idilio amoroso con la máquina: el odio más profundo. Y la locura. «Entrar a la sala de juego con dinero es maravilloso. Pero en muy poco tiempo todo eso se diluye y te sentís miserable. Todo se convierte en dolor, en reproche, en volver a casa vacía», dice Cristina con lágrimas.

Cuando estaba en el tobogán que la llevaba sin escalas al infierno que era su vida, Cristina sólo se quería morir. Volver a anestesiarse. Dejar de pensar en toda la plata que debía, en las mentiras que iba a tener que seguir diciendo, en todas las cosas que estaba dejando de lado para poder seguir jugando.

«Llegó un momento en el que lo único que le pedía a Dios era morirme, porque no quería seguir viviendo esa vida de mentira y de dolor. Yo pensaba que me iba a explotar la cabeza», cuenta Cristina.

Y agrega: «Llegaba a casa después de jugar y no podía parar de pensar en cómo iba a conseguir dinero para resolver los problemas que me generó el juego. Porque yo no tenía problemas financieros. Sacaba un préstamo para cubrir deudas y me lo jugaba. Yo apostaba hasta la última moneda. Me he vuelto caminando cuadras y cuadras desde la sala de juego porque no tenía una moneda, literalmente».

Ella jugó durante 10 años, pero los últimos cinco fueron incontrolables. «Vos sabés que lo que estás haciendo está mal, pero no podés parar», dice mirando al piso.

Una doble cara. Para el mundo, estas mujeres se esfuerzan por mostrar una vida perfecta -y terminan creyendo que la tienen-, pero las carcome una sola idea: encontrar el momento para poder ir a jugar.

«Para mí, mis hijos eran divinos, estudiosos, y yo tenía la casa impecable. Cuando empecé en Jugadores Anónimos me di cuenta de la verdad: que mis hijos tenían problemas de adicciones que yo no había querido ver, que teníamos deudas y que la casa se me venía abajo», cuenta Liliana.

Según los especialistas, una de las principales dificultades en relación con la ludopatía es que socialmente es considerada un vicio y no una enfermedad. «Se cree que pueden dejar de jugar cuando quieran, que es algo recreativo, que juegan porque no tienen nada mejor para hacer. Y hay que hacerle entender a la gente que es un problema», explica Coletti.

Para Cristina, el punto de inflexión fue que su marido se enfermó. «Nosotros somos una familia de trabajadores y teníamos una plata ahorrada que yo me había jugado. Ahí tomé conciencia de que tenía un problema. Me senté con mis tres hijos y mi marido para decirles que estaba enferma y necesitaba ayuda. Y llamé a Jugadores Anónimos», dice.

Cuando entró a JA (Jugadores Anónimos), Cristina entendió que nunca más iba a estar sola porque ahí todos eran iguales. «Esta es una enfermedad que no se cura, pero se puede detener, y ahí hay que empezar a trabajar, a transitar un camino que no es fácil. Porque el juego, además de ser una enfermedad, tiene mucho de hábito. Para mí, los primeros meses, los domingos fueron terribles», cuenta Cristina.

Una de las cosas de las que más se arrepiente Cristina es de la cantidad de tiempo que desperdició en las salas de juego. «Porque no es sólo la plata, sino el tiempo que les saqué a mis hijos, a mi familia y a mis amigos. Mi papá se estaba muriendo y yo lo dejaba en mi casa para irme a jugar. Porque estaba tan estresada y tan preocupada. Son todas excusas que nos ponemos para seguir jugando», afirma.

«Sólo quiero vivir»

Según Cristina, a ella JA le salvó la vida. «Hoy lo único que quiero es vivir, porque tengo una vida maravillosa, en la que todo lo que hago es disfrutar y agradecer. No tengo espacio para el juego y puedo ver siempre el vaso medio lleno», concluye Cristina.

Un día a Liliana la llamó su mejor amiga para contarle que su sobrina había tenido un accidente. «¿Pero está grave?, le pregunté. «Por favor, vení», me dijo. Y en lugar de salir corriendo, seguí jugando hasta que se me acabó la última moneda. Cuando fui al hospital, ella ya no estaba ahí. Ahora no me acuerdo de qué explicación le di, pero recuerdo verle en la cara la expresión de saber que le estaba mintiendo. Y dije «no juego más». Pero el miércoles fui de nuevo, hasta las 4 de la mañana. Llamé a mi hermana y ella me dijo que tenía que pedir ayuda», recuerda Liliana.

Se anotó en un grupo de JA, habló con sus hijos adolescentes y dejó de manejar plata. «Mis hijos durante un año me tenían las tarjetas y anotábamos en un cuaderno todos los gastos. Si tenía que sacar plata, me acompañaban al cajero o íbamos a pagar cuentas», cuenta.

En el país existen más de 70 grupos de JA, aunque no en todas las provincias. Lo que sí se puede es asistir de lunes a lunes a una reunión en la ciudad de Buenos Aires y en el Gran Buenos Aires.

En JA, Liliana aprendió a conocerse, a aceptar su realidad y, a partir de ahí, empezó un proceso de recuperación.

«Yo vengo de una familia de adictos y yo siempre les dije a mis hijos que nunca les iba a mentir. Y eso fue lo que más me impactó, haberles fallado y cometer los mismos errores que mis padres. Por suerte, pudimos hablar de todo y hoy tenemos un vínculo bárbaro», resume Liliana.

Las cifras detrás del fenómeno

80%

Elige las tragamonedas

Este porcentaje se desprende del total de personas que llamó la primera mitad de este año a la línea de atención gratuita del Programa de Prevención y Asistencia al Juego Compulsivo de la provincia de Buenos Aires. El resto se divide entre ruleta (10%), bingo (2%), póquer/blackjack/punto y banca (2%), quiniela (1%) y otros (5)

4%

De los porteños juega en forma problemática

Surge de los datos del Estudio de Prevalencia de Juego Patológico en la ciudad de Buenos Aires. El 1,8% es un jugador patológico. Además, entre 2010 y 2015, aumentó del 0,7% al 1,8% la incidencia de juego patológico (la probabilidad de que quienes juegan desarrollen comportamientos compulsivos)

Características de un jugador

No poder ni querer aceptar la realidad

De ahí el escape hacia el mundo de los sueños que representa jugar

Inseguridad emocional

Sólo se siente emocionalmente cómodo cuando está en «acción». Es común escucharlos decir: «Cuando jugaba me sentía seguro y confortable. Nadie me exigía demasiado. Sabía que me estaba destruyendo, pero al mismo tiempo tenía cierta sensación de seguridad»

Inmadurez

Un deseo de tener todas las cosas buenas de la vida sin ningún esfuerzo de su parte

Necesidad de sentirse todopoderoso

Tiene una necesidad interior de ser «alguien importante» y está dispuesto a hacer casi todo con tal de mantener la imagen que quiere que otros vean de él

A qué señales estar atentos

Manejos raros con el dinero

Están obsesionados con jugar y conseguir dinero para seguir jugando. Puede ser que falte o que sobre plata en grandes cantidades.

Cambios de ánimo

Las personas tienden a sentirse inquietas e irritables cuando no pueden jugar. Este aspecto puede lesionar sus vínculos personales.

Fábulas, mentiras e historias que no cierran

Para poder justificar largas ausencias fuera del hogar para ir a jugar, mienten a sus seres más cercanos o inventan historias que no tienen demasiado sentido.

Pierden plata, pero siguen jugando

Necesitan aumentar cada vez más sus apuestas para conseguir la euforia deseada, pensando que así van a recuperar lo perdido.

Fuente: lanacion.com.ar/