No hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos. Cada uno debe velar no solo por sus propios intereses, sino también por los intereses de los demás. —Filipenses 2.3, 4 (NVI)

Una noche, ya tarde, dejé caer mi equipaje en el piso del dormitorio, me metí en la cama, besé a mi esposa en la mejilla, y me quedé dormido. No recuerdo de dónde estaba regresando: si de Estambul, Irak o Nashville, o de algún otro lugar donde el trabajo que amaba me había llevado. Pero a la mañana siguiente, me duché y recogí mis cosas para ir a una cafetería y escribir. Antes de irme, regresé al dormitorio a través del caos de nuestra casa —nuestros seis hijos, nuestra rutina diaria— y encontré a mi esposa Maile tendiendo la cama. Me di cuenta de que algo estaba mal.



Estábamos allí en medio de esta vida que habíamos creado juntos. Y fue entonces cuando Maile me dijo por primera vez que se sentía totalmente perdida —tan perdida que ya ni se reconocía a sí misma. A punto de cumplir los cuarenta años, no conocía a la persona en el espejo, ni adónde se habían ido los últimos quince años; o si alguna vez sería capaz de encontrarse a sí misma, la identidad propia que amaba. La que había escrito palabras e historias hermosas cuando era una jovencita.



Se preguntaba, dudaba, si alguna vez podría encontrar a esa chica.

Fue algo difícil de escuchar. En la última década, había encontrado mi identidad y mi propósito. Había pasado tantos años enfocado en hacerme un camino, que esta persona con quien había estado viajando, mi mayor apoyo y animadora, me había seguido por un camino que ya no funcionaba para ella.

Esa difícil conversación fue seguida por largas noches de insomnio. ¿Cómo pueden dos personas encontrar su camino después de vagar por tantos años?

Retrocedamos un poco. Así fue como empezó nuestra historia:

Una vez, dos escritores se enamoraron, se casaron y vivían una vida tranquila en Florida, donde pasaban sábados enteros leyendo en el sofá o viajando de un lado a otro por la costa este. Durante dos años tuvieron sus pequeñas rutinas, que incluían batidos de leche cada noche mientras jugaban scrabble, y contando siempre los centavos para poder salir de vez en cuando a comer fuera.

Era una vida muy sencilla.

Luego, una especie de locura se impuso, y una especie de modalidad de crisis perenne se instaló. Se mudaban cada dos años. Tuvieron sus primeros cuatro hijos. Era el tipo de vida que surgió de una deuda enorme, de la decepción y de una lucha para mantenerse libres de problemas, el tipo de vida donde cada uno hacía lo que tenía que hacer para conservar la casa y pagar las facturas.

Al recordar el pasado, puedo ver cómo, en algún momento, buscar «nuestros» intereses se convirtió en buscar «mis» intereses. Lo que había comenzado con entusiasmo llevó a quince años de confusión, en busca de dirección, y al final había terminado en una vida que funcionaba. Por lo menos para mí.

Y en algún punto del camino, Maile se perdió.

Después de muchas conversaciones que siguieron, Maile pudo hablar con otras madres que hacían cosas que les gustaban, e identificamos algunas que yo podía hacer para apoyarla. Para nosotros, todo se reducía a apartar tiempo para que ella se enfocara en lo que le gustaba al comienzo de la semana, sin que nada se lo impidiera, de la misma manera que yo lo hacía cuando se trataba de una reunión o de una de las prácticas deportivas de nuestros hijos.

Que habían absorbido esta imagen de papá persiguiendo sus sueños, mientras mamá mantenía el recinto fortificado sin pensar en sus intereses, en sus propios deseos.
Pero no era suficiente. Nos dimos cuenta de que nuestros hijos también habían estado observando. Que habían absorbido esta imagen de papá persiguiendo sus sueños, mientras mamá mantenía el recinto fortificado sin pensar en sus intereses, en sus propios deseos. Tuvimos una larga conversación con ellos sobre todo esto. Hablamos de cómo, si no estamos vigilantes, puede seguir así. Miramos a nuestras pequeñas niñas a la cara y les dijimos que ellas, en particular, debían tener cuidado de no perder su propia identidad. Hablamos de cómo, en una familia, es importante que todos podamos ir en busca de nuestros sueños. Les dijimos que esta es una de las formas en que nos cuidamos unos a otros: ocuparnos con delicadez y fidelidad del entusiasmo que cada uno tiene. Les explicamos que este es el tipo de cuidado que deben tenerse las familias, porque, por lo general, nadie más lo hará.

Un martes de abril, por la noche, los niños decidieron hacer quinoa de piña caribeña, desde las 4 hasta las 6 de la tarde, mientras —por primera vez en años— su madre escribía. Los niños hicieron un trabajo extraordinario. Luego, jugamos durante una hora, porque eso es lo que sucede cuando yo estoy al mando. Y un poco antes de las 6, Maile bajó y nos reunimos alrededor de nuestra mesa, sintiendo todos que algo nuevo estaba sucediendo entre nosotros —algo hermoso.

Fue una especie de feliz comunión. Maile se sentó al final de la mesa del comedor, y los niños la observaban con alegría mientras probaba la comida que habían preparado. Los fuertes ¡oohs! y ¡aahs! de ella los hacía reír con deleite, reír con alivio, y todos nos servimos de lo cocinado. En ese momento sentí —una toma de conciencia, un compromiso sin palabras— que la vida es mejor así. Que nos ayudaríamos unos a otros a mantener el entusiasmo de cada quien.

Ilustracion por Matteo Berton

Fuente encontacto.org