El cáncer del cuello del útero es una enfermedad que Haití no tiene dinero para tratar. Y en la mayoría de los casos, el abrumado sistema de atención médica del país no puede tratar.

En un país de de 11 millones de habitantes hay un solo aparato de resonancia magnética. Y no hay aparatos de radiación para tratar ningún tipo de cáncer. Las pruebas de detección y los programas de prevención son limitados, igual que el acceso a los tratamientos.



Haití, país que ya batalla para combatir las muertes relacionadas con el embarazo y enfermedades infantiles que en lo fundamental están controladas en otras partes del mundo, el cáncer del cuello del útero es casi siempre una sentencia de muerte. Las haitianas que pueden darse el lujo de viajar al extranjero para someterse a tratamiento son las pocas que tienen probabilidades de vencer las etapas avanzadas de la enfermedad.

Pero expertos dicen que no tendría que ser así. Aunque el cáncer del cuello del útero es una de las principales causas de muerte entre las haitianas, la enfermedad es tanto prevenible como tratable.



Los cálculos de la cantidad de fallecimientos por cáncer del cuello del útero en Haití varían mucho, en parte porque muchas veces las personas mueren y no se registra la causa del fallecimiento.

Pero las organizaciones de servicios médicos de Haití, como Partners in Health, una entidad sin fines de lucro de Boston, coloca la cifra en 1,500 o más al año, sobre la base de información recopilada durante los últimos 10 años.

Pero la cifra del Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer, de la Organización Mundial de la Salud, es mucho más conservadora e indica que unas 563 mujeres fallecerán este año de la enfermedad en Haití.

Pero incluso así, la tasa de mortalidad por cáncer del cuello del útero en Haití es seis veces mayor que en Estados Unidos.

Los investigadores afirman que la mayoría de esos fallecimientos se pueden vincular con la pobreza. En un país como Haití, donde la mayoría de las personas viven con menos de 2 dólares al día y muchas mujeres pobres trabajan de vendedoras callejeras, las muertes tienen repercusiones: más niños son enviados a orfanatos y se acelera la espiral de pobreza.

“Son fallecimientos innecesarios que afectan significativamente a las familias y a la economía del país”, dijo Didi Bertrand-Farmer, haitiana defensora de los servicios de salud que forma parte de un esfuerzo por revertir esa tendencia.

Bertrand-Farmer conoce bien la enfermedad. Cuando ella tenía 14 años, su madre falleció de la enfermedad en Haití, y posteriormente, como organizadora comunitaria en Ruanda, trabajó para tratar de controlar ese mal. Esposa del Dr. Paul Farmer, médico de Partners In Health, ella es parte del consorcio formado por un grupo de médicos que trabaja en Estados Unidos, llamado Haiti sans Cervical Cancer, para crear un programa nacional de prevención.

“Yo no es aceptable que las mujeres haitianas sigan muriendo de cáncer del cuello del útero”, dijo Bertrand-Farmer. “Mi mayor preocupación es cómo protegemos la vida de una nueva generación de niñas”.

‘Ya sé que voy a morir’
En Haití, las mujeres llevan la mayor carga en la familia y la economía local. Llamadas poto mitan —la columna vertebral de la sociedad— son esposas y madres, pero también vendedoras callejeras, que se ganan la vida en la economía informal.

Paula Paul, de 44 años y vendedora callejera, conoció en abril que tenía cáncer del cuello del útero; nunca le habían hecho un estudio de detección. Tampoco sabía nada de la enfermedad, por lo general vinculada con el virus del papiloma humano (VPH), una enfermedad de transmisión sexual. Los Centros de Prevención y Control de Enfermedades de Estados Unidos recomiendan dos dosis de la vacuna contra el VPH a partir de los 11 años.

En el caso de Paul, la enfermedad ya había avanzado. Si se la hubieran detectado antes, una histerectomía, o incluso una operación menor, podría haber controlado la propagación de la enfermedad y probablemente se hubiera curado.

Pero Paul probablemente llevaba al menos cinco años padeciendo de la enfermedad. La mujer había pensado que los sangramientos vaginales frecuentes e irregulares, que comenzaron cuando su hija tenía 1 año, eran un efecto secundario de su implante para el control de la natalidad.

“No sé de dónde salió. Yo pensé que era algo relacionado con mi familia, pero en mi familia no hay nadie que la haya padecido”, dijo Paul.

La mujer agregó que ha aceptado que la enfermedad le provocará la muerte: “Ya sé que voy a morir, ¿qué más puedo hacer?”

Pero queda en claro que no ha abandonado las esperanzas. Después de comenzar un tratamiento de quimioterapia en mayo, dijo que esperaba morir rápido. Pero ahora se siente mejor. Y aunque el médico le dijo que no debía hacer mucho esfuerzo, hay días en que puede cargar un cubo de agua o lavar su ropa.

“No digo que estoy curada, pero antes del tratamiento sangraba mucho, ahora ya no sangro”, dijo. “Cuando voy a la quimioterapia, los médicos dicen que están muy contentos y que debo rezar para que todos mis resultados de laboratorio estén bien”.

Pero Paul se preocupa por el futuro de sus hijos más que por su propia salud, especialmente su hija más pequeña, Marie Stacey, de 6 años.

Su familia —una hermana y una tía enferma que vive cerca, y su madre, ya anciana, en Puerto Príncipe— es demasiado pobre para cuidar a su hija cuando ella muere, piensa Paul. Ha pensado en la posibilidad de entregarla a un orfanato para asegurar que pueda estudiar. Demasiado enferma para trabajar y ganar dinero para pagar los gastos de la escuela, Paul se vio obligada a sacar a Marie Stacey del kínder, y no ha podido volverla a enviar a la escuela.

Durante un viaje en junio al Hospital Universitario de Mirebalais, en el centro del país, al que va cada 15 días para recibir tratamiento paliativo para aliviar el dolor y el sangramiento, Paul habló con franqueza: “Yo tengo que hacer frente a esto sola, nadie me puede ayudar”.

Paul se muestra estoica y solamente se emociona cuando habla de su hija. Incluso cuando se cayó el cabello por la quimioterapia, rechazó cualquier intento de solidaridad: “Una no puede llorar por el cabello”.

Unos tres meses después de empezar el tratamiento, su médico le recetó analgésicos tres veces al día, que debía tomar con las comidas. Pero incluso eso es complicado porque no tiene mucho dinero para comprar alimentos. Lo poco que pudo ahorrar antes de la enfermedad, ya se acabó, dinero que usó para el transporte al hospital de Mirebalais hospital.

Antes del cáncer, Paul mantenía a su familia vendiendo cosas en el Mercado Pond Sonde en Bellanger, una comunidad rural en el Valle del Artibonito. La mujer compraba arroz y especias al mayoreo y las vendía en porciones pequeñas en el mercado.

Pero ahora, llegar al hospital parece un obstáculo casi insalvable. En agosto, cinco días antes su cita para la quimioterapia, Paul se sentó en el portal de su vivienda y evaluó su desesperada situación. No tenía dinero para el pasaje del viaje de dos horas en autobús o de pasajera en una moto. Lo único que había, el día anterior, fue un plato de sémola de maíz. Y no tenía los $28 que costaban tres análisis de laboratorio antes de cada sesión de quimioterapia, dijo, sacando un papel con los resultados de entre las páginas de su Biblia.

Normalmente, las pruebas en el hospital de Mirebalais —una instalación de $16 millones construida por Partners In Health que ofrece servicios médicos gratis a más de mil pacientes diarios— no cuestan nada. Pero el aparato de resonancia magnética estaba dañado. Paul necesitaba una tomografía para determinar si el tratamiento era efectivo. Así las cosas los pacientes tenían que ir a una clínica privada y pagar la prueba.

O, como en el caso de Paul, no someterse a tratamiento.

“No tengo dinero”, dijo. “Todo lo que podía vender ya lo vendí”.

Mientras discutía el tratamiento que no podía pagar, Paul podía escuchar los sonidos de todo lo que sucedía a su alrededor. Del otro lado de la calle se escuchaba música a alto volumen, que ahogaba la risa de un grupo de jóvenes que jugaba dominó cerca de la puerta de su casa. En su patio hay solamente un árbol de mango, sin mangos.

Su hija, Marie Stacey, que estaba jugando con el hijo de una vecina, entró corriendo, con una sonrisa en los labios. Al verla, Paul trató de concentrarse en las palabras de un médico privado que le dijo que su cáncer era operable, y del médico del hospital que le dijo que el cáncer todavía no le había llegado a la sangre.

“Estoy pensando”, dijo Paul, como hablando consigo misma, “¿cómo es posible que me descubrieron la enfermedad temprano y no me la pueden tratar?”

Contando los casos
En Haití, como en casi todos los países pobres, el cáncer es una enfermedad a la que se presta tan poca atención que el gobierno ni siquiera sabe cuántos pacientes hay, y mucho menos la cantidad de nuevos diagnósticos.

Pero el Dr. Robert Auguste, ginecólogo y ex ministro de Salud, está tratando de cambiar la situación.

En los últimos cinco años, Auguste —director del Registro Nacional de Cáncer, entidad del gobierno— ha recorrido el país tres veces en un año en un Nissan Patrol del 2006 medio destartalado, para recoger personalmente todos los casos de cáncer porque los funcionarios regionales de salud a veces “ni siquiera responden” a sus solicitudes de reportar mensualmente los nuevos casos.

“No comprenden la importancia de eso”, dijo.

Pero Auguste sí lo entiende. Fue ministro de Salud en el 2006 y trató de que construyera el primer centro de radioterapia, quimioterapia y medicina nuclear del país.

El gobierno se limitó a aprobar $10 millones y colocar la primera piedra de la instalación en Puerto Príncipe, frente al Hospital Universitario de Haití, conocido como el Hospital General, antes de abandonar la idea a raíz del terremoto del 2010. Hoy, esa primera piedra ha desaparecido debajo de un montón de piedras y basura.

Hoy, en Haití hay tres lugares donde la clase media y los pobres tienen una esperanza de recibir el tratamiento para el cáncer que no pueden pagar: el Hospital General Hospital, el hospital de Partners in Health en Mirebalais y el centro de tratamiento que dirige la entidad sin fines de lucro Innovating Health International. Pero ninguno ofrece tratamiento de radiación.

Eso deja a la mayoría de los pacientes con pocas opciones. “No todos pueden ir a Cuba. No todos pueden ir a la República Dominicana. No todos pueden ir a Estados Unidos”, dijo Auguste.

Pero no siempre fue así.

Durante los casi 30 años de la dictadura de la familia Duvalier, en Haití había tratamiento de radiación, conocido como radioterapia. Pero cuando la dictadura cayó en 1986, la terapia de radiación, como muchos servicios, desapareció debido a la falta de fondos. Hoy, los que estudian la incidencia del cáncer están seguros de que la incapacidad de Haití para ofrecer ese tratamiento a las pacientes de cáncer del cuello del útero ha llevado a la muerte de mujeres, muchas de ellas jóvenes y con hijos pequeños.

“La clave de tratar el cáncer del cuello del útero es descubrirlo lo antes posible”, dijo el Dr. Joseph Bernard Jr., el principal médico de Innovating Health International en Tabarre, en la zona metropolitana de Puerto Príncipe. El centro ofrece quimioterapia a bajo costo a unos 220 pacientes al mes.

“Los pacientes llegan tarde”, dijo, “no porque no se hayan visto con un médico sino porque los médicos no pueden diagnosticarles el cáncer a tiempo”.

Costos elevados
El dolor en la pelvis y los sangramientos fueron los síntomas que llevaron a Paul a atenderse con un médico a principios de este año. Después de 12 días en un hospital cerca de su casa, sin que le dieran un diagnóstico, se fue Mirebalais. Las pruebas de laboratorio, que costaban $466, estaban fuera de su alcance.

Entonces se vio con un médico privado en Puerto Príncipe, que le ordenó pruebas menos caras y le dio la mala noticia.

El médico se ofreció a operarla. No le ofreció tratamiento de radiación, que el clave para curar o controlar el cáncer del cuello del útero cuando no se puede operar. La radiación, que se usa para tratar numerosos tipos de cáncer, mata las células malignas y detiene el avance de la enfermedad.

Pero la operación, que costaba unos $1,500, estaba fuera de su alcance.

“No tenía dinero, así que regresé corriendo a Mirebalais”, dijo.

Un médico le dijo allí que su cáncer, aunque avanzado, todavía se podía tratar. Una combinación de radiación y quimioterapia, le dijo el médico, le daba la mejor oportunidad de vivir más al reducir el tumor y controlar la enfermedad. Pero para darse la radiación, Paul tendría que ir a la vecina República Dominicana, y le costaría entre $10,000 y $15,000.

“Les dije que no iba a ir a la República Dominicana porque no tengo dinero”, dijo.

Su única opción era la llamada quimioterapia paliativa. “Me dijeron que iban a dar medicinas para aliviarme el dolor”, afirmó.

La Dra. Ruth Damuse, directora del programa de oncología en el hospital de Mirebalais, dijo que no es fácil colocar a los pacientes en un plan paliativo cuando se sabe que hay tratamientos que pudieran salvarlos, pero que no existen en Haití.

“Los pudieran curar, pero es imposible. Es muy difícil para mí como médico, como mujer y como persona”, dijo.

En agosto, tres días antes de su siguiente sesión de quimioterapia paliativa, Paul pudo reunir algún dinero. Su hermana le dio $1.70, suficiente para el viaje de ida en motocicleta a Mirebalais, y Paul pensó que podía presentar su caso ante la trabajadora social del hospital, Oldine Deshommes, para que la ayudar a pagar el viaje de regreso y los $28 de los análisis de laboratorio. Tendría que dormir en el patio del hospital varias noches sobre un pedazo de cartón durante las pruebas y el tratamiento.

Una vez allí, Paul encontró docenas de pacientes demasiado pobres para pagar su alojamiento, y todas estaban en un lugar abierto pero cubierto, entre ellas su amiga Feonia Licin, de 51, a quien le extirparon el seno izquierdo en diciembre pasado.