Los rápidos cambios en nuestro mundo pueden darnos una sensación de inquietud e incertidumbre. Podemos vernos agobiados por el sufrimiento a nuestro alrededor, la evolución de la tecnología que supera nuestra capacidad de absorberla, y la fluctuación diaria de los mercados financieros.

A medida que los problemas aumentan, podemos desalentarnos y perder la esperanza. Sin embargo, basar nuestras esperanzas en la capacidad del hombre para resolver problemas o modificar una situación, no es la solución. Solo podemos tener paz temporal cuando cambian las circunstancias o nuestra actitud exterior.



El problema de fondo es espiritual, es decir, el hombre tiene una naturaleza pecaminosa que está en enemistad con Dios. El pecado nos impulsa a mirar por nosotros mismos y buscar lo que deseamos. Ni nuestro intelecto ni nuestro talento podrían haber cambiado nuestra condición pecaminosa ni darnos paz. Pero quienes confían en Cristo como Salvador reciben una nueva naturaleza y se reconcilian con el Señor. Como sus hijos, no solo estamos en paz con Él, sino también recibimos poder para vivir en armonía unos con otros.

No importa cuánto cambie la vida, podemos tener esperanza, ya que estamos anclados a un fundamento firme que nunca será sacudido (Is 28.16).



Recuerde que la esperanza del creyente descansa en el Dios trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Nuestro Padre celestial nos conoce a cada uno por nombre (Is 43.1). Nuestro Salvador cumple cada promesa (2 Co 1.20). Y el Espíritu Santo nos asegura que estamos seguros en Cristo, tanto en esta vida como en la venidera.