Algunas personas son planificadoras por naturaleza; saben lo que quieren lograr y se proponen lograrlo, pero otras son más flexibles y espontáneas. Ambos enfoques están determinados por la personalidad, el origen de la persona, entre otros factores, pero conllevan sus propios peligros. Las personas organizadas pueden estar tan enfocadas en controlar su vida que dejan a Dios de lado; y las despreocupadas pueden terminar sin lograr jamás lo que Dios quería para ellas.

En el pasaje de hoy, vemos la vida cristiana comparada con una carrera. Como creyentes, se nos exhorta a ejercer disciplina y autocontrol para seguir con obediencia el plan del Padre celestial para nuestra vida. De lo contrario, nuestros esfuerzos serán tan improductivos como el de un boxeador que lanza puñetazos al aire y nunca da en el blanco.



Ir por la vida sin ningún objetivo conduce a la pérdida de tiempo y energía, a la deriva sin sentido y a la mediocridad. Después de todo, usted no puede apuntar a nada y esperar dar en el blanco. Esto se aplica a las relaciones, el trabajo, las finanzas y las metas personales, pero también a nuestra vida espiritual. El deseo del apóstol Pablo de cumplir el ministerio que Dios le dio fue tan fuerte que estuvo dispuesto a renunciar a sus privilegios para alcanzar a los perdidos con el evangelio (1 Cr 9.19-23). Por consiguiente, el apóstol hizo de su cuerpo su esclavo para terminar bien la vida cristiana.

Un día, todos estaremos delante de Cristo para rendir cuentas de nuestra vida, y para que Él evalúe nuestras obras en el juicio (1 Co 3.10-15). Por lo tanto, hoy debemos vivir con la meta de honrar a Dios y dar fruto mientras buscamos hacer su voluntad.