Juan Salazar. LD – Al parecer las autoridades educativas tenían toda la intención de echar en el saco del olvido el caso de seis estudiantes menores de edad, de la escuela Ernesto González Lachapell, en Baní, quienes tuvieron que ser llevados a la emergencia del hospital Nuestra Señora de Regla, debido a un ataque de nervios porque alegaron haber visto al mismísimo Lucifer.

Los alumnos fueron hasta medicados para bajar sus niveles de ansiedad y el estado de nerviosismo que mostraban. Ese hecho ocurrió a mediados de febrero y todavía se ignoran los resultados de una investigación que prometieron las autoridades educativas.



Solo se ha informado que días después las autoridades de la escuela realizaron una jornada de oración para alejar cualquier espíritu maligno del plantel.

Pero como, sobre el diablo que los estudiantes “vieron” en la escuela banileja, se sostiene que «siempre anda suelto y al acecho”, un suceso similar ocurrido el pasado jueves en la escuela básica de la comunidad Benerito, en la provincia La Altagracia, ha vuelto a generar intrigas que debería aclarar el Ministerio de Educación.



En ese plantel, por lo menos 25 estudiantes, con edades entre 7 y 15 años, tuvieron alucinaciones, desmayos y dificultad respiratoria tras participar en un “extraño juego” dentro del aula, lo que ameritó que fueran trasladados a una Unidad de Atención Primaria, donde recibieron atención médica por broncoespasmos y ansiedad colectiva.

Juan Salazar

Y el caso más grave, también se conoció la semana pasada, sobre videos que circulan en las redes sociales, donde aparecen estudiantes sosteniendo relaciones sexuales dentro del Liceo Unión Panamericana de la capital.

El escándalo, según reseñas de diversos medios de comunicación, fue confirmado por la Regional 15 de Educación y también es investigado por la Fiscalía de Niños, Niñas y Adolescentes del Distrito Nacional.

No olvidemos, además, la reciente muerte de la adolescente Esperanza Richiez, hecho del que se acusa a un docente con quien salió a divertirse junto a otras compañeras, también menores de edad.

Mientras todos esos signos preocupantes se observan en colegios y escuelas públicas, las autoridades parecen más enfocadas, como gran parte de la sociedad, en qué le dijo la ex del cantante urbano Mozart la Para a la actual pareja del artista, y viceversa.

Y como una forma de apelar al tan provechoso “mareo” para jugar al olvido, la respuesta del Ministerio de Educación ante esta retahíla de sucesos inquietantes en centros de enseñanza ha sido instruir a una comisión para que, en un plazo de 21 días, elabore un “Código de Ética Docente”, que permita regular las relaciones entre los actores del sistema educativo, el cual incluiría un régimen de sanciones y consecuencias.

Pienso que elaborar un código de ética –que suene tan bonito como el montón de leyes que tenemos y en la práctica no se aplican- de nada servirá en este tiempo de tanta libertad virtual con escasa o casi nula supervisión en el hogar de padres de niños y adolescentes.

Nuestros estudiantes, a cualquier nivel, están expuestos a riesgos virtuales y reales de manera permanente, incluso aquellos cuyos padres tienen la convicción de que los están formando apropiadamente en sus casas.

Ya en otros países de Latinoamérica, como México y Colombia, sus autoridades educativas han activado las precauciones por la elaboración de drogas disfrazadas de dulces o golosinas. La marihuana se oferta a niños y adolescentes camuflada en caramelos, chocolates, galletas y biscochos, provocándoles, además de la peligrosa adicción, síntomas como ansiedad, pánico, alucinaciones, mareos, trastornos del habla, falta de coordinación y dificultades para respirar.

Para nadie es un secreto que uno de los objetivos del narcotráfico es incrementar cada día más el universo de consumidores de estupefacientes, porque conlleva a un aumento de sus ingresos.

Y las tecnologías de la información y comunicación son actualmente la vía más idónea para adoctrinar y captar a los futuros consumidores de drogas.

Los niños y adolescentes tienen teléfonos inteligentes que se los obsequian sus propios padres, cuentas en redes sociales, acceso a internet ilimitado y sin supervisión e incluso a plataformas de compra-venta. ¿Qué es capaz de hacer un niño con un móvil? Solo le diré que en mayo del año pasado un niño texano de dos años compró 31 hamburguesas con el teléfono desbloqueado de su madre.

Y no es cierto que un padre o madre viole la privacidad de sus hijos si revisa sus equipos electrónicos, mochilas y habitaciones, o indaga sobre quiénes son sus amistades.

Tampoco el educador lo hace cuando cumple a cabalidad el compromiso que le delegan los padres de proteger a sus hijos durante el tiempo que pasan en las escuelas.

A los profesores, tan desvalorizados en los últimos años, porque los nuevos paradigmas de los jóvenes son los youtubers, instagramers y tiktokers, hay que devolverles la autoridad para disciplinar que tenían antes.

Esa autoridad que se la han quitado los dueños de colegios y directores de escuelas, así como los padres que acuden a los centros a recriminarlos y enfrentarlos cuando corrigen a sus hijos.

Las autoridades en los últimos años se han ufanado mucho de los logros alcanzados a partir del 4% del producto interno bruto (PIB) destinado a la educación preuniversitaria.

Más allá de esos logros medibles y tan cacareados cada año en los discursos presidenciales de rendición de cuentas, con número de planteles construidos, tanda extendida y alimentación escolar, así como entrega de libros de texto, uniformes y dispositivos electrónicos, hay una deuda pendiente con la calidad educativa y el rescate de la formación en valores.

Parecería una tarea ciclópea rescatar la disciplina y la formación en valores en los centros educativos, pero se requiere acometerla sin más demora.

Las tecnologías correctamente utilizadas y con supervisión ofrecen un mundo de oportunidades esenciales para mejorar la calidad del sistema educativo, con el apoyo de los padres y tutores de los alumnos.

En el hogar, los padres están llamados a limitar el uso de dispositivos electrónicos con reglas y horarios establecidos, sin satanizar estas valiosas herramientas, sin que este control afecte su independencia y desarrollo social.

Y finalmente, recordarles a nuestras autoridades educativas que en las escuelas también cabe el dicho de que «no es lo mismo llamar al diablo que verlo llegar». Y cuando llegue no es verdad que lo espantará un código de ética con apariencia de cruz.