BBC – Corríamos por las calles del barrio gritando que lo habían prendido.

No era necesario explicar qué habían prendido, pues todo mundo esperaba el instante en el que el Faro a Colón sería encendido y su luz se proyectaría al cielo, en forma de cruz.



Eran los noventa y en el país no se hablaba de otra cosa.

Por un lado, estaban los detractores, como mi padre, que criticaban el gasto en esa construcción sin fin práctico.



Les parecía humillante que un país sumido en una crisis energética sin precedentes derrochara luz; consideraban una abominación que se levantara un muro en los barrios aledaños —se bautizó como el muro de la vergüenza— para que los pobres no accedieran al monumento.

Del otro lado estaban aquellos que elogiaban la obra y que consideraban a aquel prodigio de luz como una bendición para el país.

Viajaban con sus familias desde otras ciudades solo para verlo iluminado y se creían todas las falacias: que esa luz, en forma de cruz, se alcanzaría a ver hasta en la Florida o que, al igual de lo que se creía que ocurría con la Muralla China, la estructura del Faro se podría apreciar desde el espacio.

Entre los unos y los otros estábamos nosotros, quienes queríamos comparar aquella luz proyectada sobre el cielo con la famosa batiseñal (aquella que sirve para llamar a Batman cuando hay un problema en Ciudad Gótica). Sin embargo, la noche en que fue encendida, la luz no mostró forma de cruz.

Lo que se veía era un intenso resplandor, que bastó para impresionarnos, aunque probablemente la razón estuviera solo en el contraste, ya que, allá arriba, había luz, mientras que, aquí, como de costumbre, estábamos sumidos en un apagón.

A medida que pasaban las semanas, cada vez que mirábamos el haz de luz vertical, nos cuestionábamos si formaba o no una cruz. En la televisión, un ingeniero explicó que era, como en el cine, que se necesitaba un manto de nubes para que se proyectara.

Mis amigos, que no tenían idea de nada, lo rebatían y argumentaban que las nubes impedían que se viera y que lo que se requería en realidad era una noche despejada. Pero con nubes o cielos claros, el resplandor informe seguía ahí. Con los años, el resplandor perdió interés.

Nadie en el barrio volvió a dedicarle demasiada atención. Hasta que una noche se apagó para siempre.

Que no alcanzásemos a distinguir la cruz tenía que ver con que nuestro barrio quedaba lejos del Faro.

Construido en la parte oriental de Santo Domingo, la capital de República Dominicana, en los alrededores del Parque Nacional del Este, el Faro a Colón es un mausoleo de cemento gris, de más de 700 metros de largo y 24 metros de alto, en su parte más elevada.

De una sobriedad y frialdad sin parangón, contrasta con el barroquismo, la vivacidad y el colorido dominicano.

Su diseño original fue concebido, a principios del siglo pasado, por el escocés Joseph Gleave, quien era entonces un arquitecto veinteañero. En su momento, fue considerado futurista, pero en la actualidad, el Faro a Colón luce como una construcción atemporal.

Como algo impuesto, llegado de otra realidad. Es como una nave extraterrestre, caída del espacio, encallada y envejeciendo ahí, sin que nadie se digne a moverla.

—Es feo —me dice mi mujer, quien tiene cierta relación familiar con el Faro, pues su madre, que fue arquitecta, trabajó en la construcción.

El arquitecto José Antigua se muestra diplomático y dice que no necesariamente tendría que ser hermoso, puesto que es un monumento funerario.

—A mí me parece un sarcófago —insiste mi mujer.

A otros, su forma escalonada y alargada les recuerda La Gran Esfinge de Guiza??. Y a casi todos les cuesta reconocer la cruz alargada que imaginó Gleave. «El Faro no es simplemente un monumento para glorificar a Colón como hombre —escribió en la descripción del concepto de la obra—.

Un monumento de esta importancia sólo puede glorificar un ideal, el impulso que llama Progreso hacia el fin desconocido con que el mundo cristiano representa a Dios y que se simboliza por medio de la cruz».

Con la perspectiva suficiente, se puede apreciar que es cruciforme, aunque más que una cruz plantada verticalmente, como hacía Colón, está a ras del suelo, horizontal.

Ahora bien, donde esta obra alcanza su belleza e interés es al proyectarse el haz de luz sobre el cielo nocturno.

Para que esta orgía de luz —diría un epígono de Balaguer— se llevase a cabo, fueron adquiridos, en California, unos reflectores capaces de producir haces como los de la luz solar.

Además, —señala el arquitecto Leopoldo Ortiz—, «se instaló un reflector de giro lento y en 360 grados, de proyección observable a una distancia superior de las 80 millas náuticas».Pero el tiempo estropeó sus ciento treinta reflectores Zenon, lo que condenó al Faro a eso que mi mujer insiste en catalogar como una fealdad eterna.

En cuanto se prendía, dejaba de ser un sarcófago, una mera mole de hormigón, para convertirse en un monumento de cierta hermosura.

Pero ya no prende. O, para decirlo mejor, es cuando se enciende que se convierte en faro, pues apagado no es más que una tumba.

Además de su estructura y de la luz que irradia, el Faro alberga los restos de Cristóbal Colón.

La oración anterior puede resultar confusa para mucha gente, sobre todo para los españoles, quienes aprendieron que los restos del genovés están en la Catedral de Sevilla, al interior del féretro que cargan cuatro caballeros y en donde está la urna dorada en la que se lee: “aquí yacen los huesos de Cristóbal Colón, primer almirante y descubridor del Nuevo Mundo R.I.P.A”.

¿Cómo es posible que los restos de Colón estén en Santo Domingo y en Sevilla al mismo tiempo?

Para responder a esta pregunta, es necesario realizar un repaso histórico de esos restos que, por ironías del destino, resultaron tan viajeros como lo fuera Colón en vida.

El Almirante de la Mar Océana muere en 1506 y es sepultado en el Convento de San Francisco de Valladolid. Tres años después, en 1509, sus restos son trasladados a la capilla de Santa Ana del Monasterio de la Cartuja de Sevilla.

El 9 de septiembre de 1544, la virreina María de Toledo exhuma sus restos y los trae a La Española, donde son sepultados en la Catedral de Santo Domingo.

En 1795, el Tratado de Basilea cede a Francia la posesión de Santo Domingo, por lo que se trasladan a La Habana, ante el temor de que estos fueran convertidos en botín.

Un siglo después, en 1898, tras la guerra de independencia cubana, los restos de Colón son llevados de vuelta a España, donde son transportados hasta la Catedral de Sevilla.

Diez años antes, sin embargo, en septiembre de 1877, durante las excavaciones en la Catedral de Santo Domingo, se descubre una urna de plomo, en cuya tapa se leía esta inscripción: «Ilustre y Esdo Varon Dn Cristóbal Colón».

En el interior de esa urna se descubren huesos humanos deteriorados, livianos y frágiles. Y a partir de este descubrimiento se deduce que, en 1795, por intención o por error, los huesos que se llevaron fueron los de un familiar de Colón, mientras que los del Almirante se quedaron en la Catedral de Santo Domingo.

Por eso, en 1898, en nuestra Catedral, se inaugura un oneroso monumento de mármol y bronce que acoge la urna de plomo recién encontrada.


Casi treinta años después, en 1923, se celebra la Quinta Conferencia Internacional Americana y se acuerda construir un faro monumental en la costa de Santo Domingo, para acoger ahí los restos del Almirante y honrar así su memoria.

Pero no es hasta 1926 que se promueve un concurso internacional y se reciben alrededor de quinientos diseños, procedentes de 45 países.

Dicho concurso lo gana, en 1931, el escocés Gleave, quien no vería finalizada la obra, pues muere en los sesenta y ésta no se retoma hasta 1986, cuando Joaquín Balaguer alcanza de nuevo el poder.

La prioridad de Balaguer era inaugurar el Faro, cuya construcción inicia bajo la dirección del arquitecto dominicano Teófilo Carbonell, durante el Quinto Centenario del Descubrimiento de América, a pesar de que el país, ya se dijo, estaba sumido en una de sus peores crisis.

Por eso la prensa, la oposición y la intelectualidad comparan su construcción con la de las pirámides egipcias y a Balaguer con un despiadado faraón.

Al final, en 1990, el monumento con los restos de Colón se traslada de la Catedral al Faro.

Y el 6 octubre de 1992, la obra se inaugura, con la presencia del Papa Juan Pablo II, el secretario de la OEA y diversos mandatarios internacionales.

Las autoridades españolas, sin embargo, insisten en que ellos poseen los restos y ponen en duda el hallazgo de la Catedral de Santo Domingo, exigiendo que se realicen estudios a ambos restos.

Así, en el 2006, la Universidad de Granada lleva a cabo una investigación de ADN mitocondrial y contrasta los restos del Colón de Sevilla con los de su hermano mayor, Diego.

Resultan ser auténticos. Cuando los mismos especialistas quieren replicar el estudio a los restos del Faro a Colón, las autoridades dominicanas se desentienden.

¿Acaso temen que la urna esté vacía o que, en vez de Colón, se trate de un contemporáneo suyo, olvidado por la historia?

En lo absoluto. El temor no tiene que ver con la decepción o con hacer un ridículo histórico, tiene que ver con que si abren la urna hay grandes posibilidades de que se desate un fukú. Así como lo leen: un fukú.